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Identidad y Comunidad

Comunitarismo en America Latina

Por Pablo Guerra.

Introducción.

La historia de las ideas está plagada de hechos muy curiosos, y el desarrollo del comunitarismo como nueva perspectiva teórica no escapa a ello. Para muchos, el debate más apasionante en el mundo de los intelectuales a partir de los años setenta, es el que enfrenta a liberales por un lado y comunitarios por otro. Es así que desde entonces se han publicado numerosos textos resumiendo las principales ideas en cada bando. Esos textos han pasado a ser de uso habitual e incluso imprescindible en reuniones de trabajo, congresos académicos, cátedras universitarias, o por parte de profesionales e intelectuales deseosos de encontrar referencias inspiradoras para el delicado trabajo político y/o propositivo. Lo curioso, y hasta cierto punto paradójico, es que todo ese inusual dinamismo académico e intelectual contemporáneo, se basa no tanto en formulaciones teóricas absolutamente originales, sino fundamentalmente en proposiciones respaldadas en argumentos, ideas, posturas y escuelas de pensamiento, originadas y desarrolladas décadas o incluso siglos atrás.

Por lo tanto, quienes quieran conocer y entender el verdadero sentido y mensaje del comunitarismo contemporáneo, no debieran ignorar la complejidad de sus fuentes y marcos de interpretación. Para decirlo con otras palabras: la mera lectura de autores anglosajones en estas materias, es una lectura sesgada o al menos insuficiente. De allí la necesidad de incorporar otras fuentes y marcos interpretativos, sobre los que hemos insistido en numerosas ocasiones y sobre los cuáles volveremos en estas páginas.

Nuestro punto de partida teórico es el llamado "comunitarismo sensible" que Etzioni defendiera en sus clásicos "The Moral Dimension" (1988) y "The New Golden Rules" (1991); y que diversos profesores iberoamericanos divulgáramos entre otros, en el monográfico sobre comunitarismo, publicado por Arbor, y el de socioeconomía, publicado por Anthropos, ambos compilados por el catedrático y experto español, José Pérez Adán, y publicados en el 2000.

Este discurso comunitarista creemos deberíamos distanciarlo, aunque no tajantemente, del comunitarismo filosófico que representan entre los más notorios, hombres como Taylor, Sandel o Walzer. El nuestro es un comunitarismo más sociológico, que como demostraremos en este artículo, hunde raíces en otros comunitarismos del pasado muy caros al acervo doctrinario de numerosas corrientes del pensamiento latinoamericano o muy relevantes para numerosas experiencias de este continente, como es el caso del personalismo comunitario de Mounier, o del comunitarismo de Buber; o para ir más atrás en el tiempo, del comunitarismo que pretendía romper con la racionalidad capitalista de la sociedad (Gemmenschaft), tal como expusieran varios clásicos, entre ellos el más notable, Ferdinand Tönnies. Sin embargo comparte con los filósofos comunitaristas, su carácter marcadamente anti-individualista, rescatando la clave de personas insertas en comunidades, y de comunidades consideradas también como sujetos históricos con derechos y deberes.

Justamente una noción sobre el pensamiento comunitario del tipo que proponemos, está teniendo una presencia significativa en América Latina. Es así que los textos de Etzioni y de otros comunitaristas como José Pérez Adán han tenido ya una buena acogida entre diversos medios académicos e intelectuales del continente. Por otro lado, al igual de lo ocurrido en América del Norte, donde el discurso comunitarista tiene un fuerte impacto en el sistema político, en América Latina, el comunitarismo ha comenzado también a ser considerado por la clase política. En concreto, la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA), a influjos de su Presidente, el chileno Gutemberg Martínez, ha promovido la constitución de reuniones especiales para dar cuenta de estas nuevas propuestas (ancladas en referentes doctrinarios anteriores) donde convergen la filosofía política y las ciencias sociales. Finalmente, también se han constituido en los últimos años, foros de comunitaristas en nuestro continente, con presencia significativa en Perú, Colombia, México, Argentina y Uruguay, entre otros países.

En ese marco de creciente interés latinoamericano por las elaboraciones de la Plataforma Comunitaria, resulta fundamental detenernos en algunos asuntos de particular importancia para darle mayor sentido en este sur del mundo. Es así que proponemos partir de dos ideas fundamentales, a saber: (1) el comunitarismo contemporáneo, si bien tiene origen anglosajón, hunde raíces en numerosas fuentes de pensamiento con influencia en los acontecimientos latinoamericanos; (2) la agenda teórica comunitaria puede y debe leerse en clave latinoamericana; para ello es necesario profundizar en ciertos aspectos estructurales menospreciados por la literatura del norte. Veamos más detenidamente estos asuntos.

El comunitarismo contemporáneo, si bien tiene origen anglosajón, hunde raíces en numerosas fuentes de pensamiento con influencia en los acontecimientos latinoamericanos.


Desde las ciencias sociales hacemos referencia a lo comunitario al menos desde dos puntos de vista muy distintos que llamaremos en esta ocasión, puntos de vista macro y micro social.

El concepto de lo comunitario desde el punto de vista macro social es el que nos ocupa fundamentalmente en esta obra. Sus autores fundacionales son Weber y Tönnies, sobre cuya influencia nos hemos extendido en otra oportunidad2. Más acá en el tiempo, debemos incluir a quienes han desarrollado teoría en el marco de la Communitarian Network.

En su The Moral Dimension: Towards a New Economics de 1988, Etzioni desarrolla un complejo concepto de lo comunitario, justamente desde un punto de vista macro social, que nos aproxima más bien a una entidad orgánica, a un "nosotros" de normas, valores y principios, que funcionaría como soporte privilegiado de toda acción individual. El individuo, de esta manera, se comprende en relación a su medio, pero a diferencia de las concepciones totalitarias, existe una especie de tolerancia social, de donde emerge la importancia de lo consensual no solo en materia de derechos, sino también de deberes.

En La Nueva Regla de Oro, de 1991, señalaría que el paradigma de lo comunitario implica entonces una delicada combinación de orden social y autonomía.

Los comunitaristas, de esta manera, se separan radicalmente de la concepción liberal acerca de los vínculos entre individuo y sociedad; existiendo entonces un notable acercamiento teórico con ideas que tuvieron mucha influencia en los años de postguerra: nos referimos a las contribuciones fundamentalmente, entre otros, de Mounier y Maritain, ambos de mucha influencia en Latinoamérica, continente quizás más abierto entonces a las propuestas culturales francesas que a las propuestas surgidas en Norteamérica, una tendencia que comienza a revertirse con ese proceso de norteamericanización, que algunos todavía confunden con la globalización.

Mounier, por ejemplo, sentenciaba en su Manifeste au Service du Personalisme de 1936, que el liberalismo había impuesto la visión de

"un individuo abstracto, buen salvaje pacífico y paseante solitario, sin pasado, sin futuro, sin vínculos, sin carne, provisto de una libertad sin norte, ineficaz juguete embarazoso con el que no se debe dañar al vecino y que no se sabe como emplear si no es para rodearse de una red de reivindicaciones que le inmovilizan con mayor seguridad aún en su aislamiento. En tal mundo, las sociedades no son más que individuos agigantados, igualmente replegados sobre sí mismos, que encierran al individuo en un nuevo egoísmo y le consolidan en su suficiencia..." .(9)

En el plano propositivo, y luego de repasar el valor de la Persona y los vínculos del yo - nosotros que retomaría luego Etzioni, comprueba la imposibilidad de fundar la comunidad esquivando la persona, de donde surge su concepto de comunidad personalista, o dicho de otra manera, una persona de personas.

En íntima conexión con los planteos de los modernos comunitaristas continuaba señalando:

"Si fuese preciso dibujar su utopía, describiríamos a una comunidad en la que cada persona se realizaría en la totalidad de una vocación continua fecunda, y la comunión del conjunto sería una resultante viva de estos logros particulares. El lugar de cada uno sería, en ella, insustituible, al mismo tiempo que armonioso con el todo. El amor sería su vinculo primero, y no ninguna coacción, ningún interés económico o vital, ningún mecanismo extrínseco. Cada persona encontraría allí, en los valores comunes, trascendentes al lugar y al tiempo particular de cada uno, el vínculo que los religaría a todos" . (10)

Maritain, por su lado, llega al concepto de comunidad luego de distinguir filosóficamente el individuo de la persona, y de señalar que "por naturaleza" la persona exige vivir en sociedad. Pero, lo importante y sustancial de su análisis es que el fin de esta sociedad no es el bien individual, sino el bien común; distanciándose por tanto de la visión individualista que destruye la sociedad, y de la totalitaria que destruye la dimensión personalista. Llegamos entonces a una conceptualización de lo comunitario como aquello relacionado al bien común, en el marco de un "humanismo integral".

En América Latina, continente inspirado en los valores culturales de estilo barroco a diferencia de la modernidad positivista que caracterizaría al mundo anglosajón, estas ideas tuvieron un impresionante eco y a su vez fueron fuente de inspiración propias, sobre todo en las corrientes humanistas cristianas. Las primeras obras del teólogo de la liberación, el P. Gustavo Gutiérrez, por ejemplo, estuvieron muy influidas por estas visiones comunitarias, también presentes en otros teólogos pertenecientes a diversas iglesias cristianas. Es así que los escritos surgidos en el marco de la primera reunión de teólogos latinoamericanos (Petrópolis, 1964), toman como referencia entre otros, a Mounier, Maritain y Teilhard de Chardin. Las ideas de estos grandes del pensamiento mundial, serían leídas en clave de “liberación” por parte de quienes están obligados a “ver” un continente básicamente católico pero sumido en la miseria, a “juzgar” a la luz de los valores del Evangelio, y a actuar en consecuencia.

En el plano político, no se puede ignorar la influencia de estas primeras ideas comunitarias, en el pujante movimiento demócrata cristiano de los años sesenta. Uno de los discípulos más reconocidos de los citados autores franceses, ha sido sin duda el arquitecto y sociólogo uruguayo, Juan Pablo Terra. En su clásico libro "Mística, Desarrollo y Revolución" de 1969, basa su análisis propositivo, en dos grandes pilares: el ideal democrático y el ideal comunitario. Este último, consiste fundamentalmente "en la idea de convivir compartiendo, por una consciente aceptación fraternal. Ese convivir y compartir, supone poner en común los derechos sobre muchas cosas, manejar, administrar, usar y gozar muchas cosas fraternalmente, sin tuyo ni mío". Recalca luego, que lo comunitario es básicamente un modo de relación entre personas, más que de relaciones con las cosas, en alusión al fenómeno muy discutido en la década del sesenta sobre la propiedad, que en este caso prefiere el autor manejar sin dogmas, admitiendo la necesidad de una pluralidad de combinaciones posibles.

De manera que lo que comparten estos autores al hacer mención a lo comunitario es una mirada "macro social" en el entendido que privilegian el conjunto de los atributos sociales, dirigiendo sus miradas a un proyecto de cambio más general ("Sociedad Comunitaria" vs. "Sociedad Individualista", etc), ya sea de connotaciones conservadoras ("vuelta al pasado", como sugiere por momentos Tönnies), ya sea de corte progresista, como claramente se presenta en los autores contemporáneos citados.

Una segunda lectura es la que se puede hacer desde una mirada más micro sociológica: en tal sentido consideraremos técnicamente comunidad, a aquella unidad de organización social caracterizada por una unión basada en fundamentos afectivos, emotivos y tradicionales, en el marco de una relación que pretende mediante relaciones consensuales legitimar las normas fundamentales de convivencia.

Así como desde el primer punto de vista (macrosocial) podemos hablar de “sociedad comunitaria”, desde el punto de vista micro social, más bien corresponde hablar de “experiencias comunitarias” en lo social, cultural y económico.

En América Latina es muy clara la existencia de cierta continuidad entre ambas miradas: la noción de “sociedad comunitaria” en el continente es fruto de numerosas experiencias comunitarias que le han dado soporte, desde las culturas nativas, hasta la importancia de las instituciones familiares, de ayuda mutua y reciprocidad que actualmente son visibles; así como de numerosas experiencias concretas de carácter comunitario en el plano socioeconómico o inclusive pastoral (recordemos el origen de las Comunidades Eclesiales de Base, impulsadas por la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín de 1968).

América Latina debería definir su propia Plataforma Comunitaria.
A pesar del éxito que han tenido los autores comunitaristas del primer mundo en nuestro continente, así como de la pertinencia de los principales ejes del debate comunitarismo vs. Liberalismo, lo cierto es que los latinoamericanos deberíamos corregir ese mal hábito de “consumir” acríticamente las elaboraciones teóricas surgidas en contextos de abundancia y postmaterialismo, ciertamente distantes a nuestra realidad. Para ello asoman como proféticas las advertencias que ya sobre mediados del Siglo XX hacía el sociólogo Gino Germani bajo los conceptos “efecto demostración” y “efecto fusión”.

En tal sentido, veremos a continuación algunos aspectos fundamentales del comunitarismo del primer mundo que creemos pertinentes para nuestro tercer mundo latinoamericano, y luego ensayaremos el hincapié que deberíamos realizar en aras de una perspectiva más latinoamericanista sobre los temas que nos convocan.

A nuestro criterio, la crítica hacia la modernidad individualista que dio origen a las primeras versiones comunitaristas, tienen significativa validez para el caso latinoamericano, sobre todo cuando esa crítica tiene como referencia no tanto a liberales de inspiración neokantiana, interesados en buscar los vínculos necesarios entre los principios liberales y el sentido de la justicia (Rawls, Dworkin, etc.), sino fundamentalmente a los abanderados de un liberalismo e individualismo extremo, representado por los seguidores de Frederick Von Hayek, que en esta parte del mundo se conoce como neoliberalismo. Justamente estos neoliberales han sido promotores de una noción de sociedad absolutamente mercantilizada donde muy poco papel le toca jugar al Estado, o a las normas y comportamientos morales y virtuosos de los actores.

En los últimos años del Siglo XX hubo en América Latina, un proceso de avance de ese liberalismo radical, con mucha incidencia en las dimensiones culturales, sociales y económicas de nuestros países. En palabras del ex presidente chileno, Patricio Aylwin:

“El tipo de sociedad y de cultura que prevalece en nuestros días, al menos en el mundo occidental, es un sistema de convivencia humana cuyo eje central es el mercado. De las “economías de mercado” –sin duda las más eficientes para crear riqueza, pero injustas para distribuirla- estamos pasando a “sociedades de mercado”, en las que prevalece una cultura materialista y economicista en la que el “tener” vale más que el “ser” y, consiguientemente, las personas se convierten en esclavas de las cosas.

Esto ocurre paralelamente a un proceso de creciente individualismo: de la afirmación de la libertad individual como el valor más importante, que lleva a las personas a ser hostiles a cualquier clase de regulaciones –ya provengan del Estado, de tradiciones culturales y aún de lazos familiares-, se pasa a una especie de egocentrismo que las induce a vivir preocupadas sólo de si mismas y de su entorno más cercano, indiferentes a lo que ocurra en el mundo y hasta en su propio país, a menos que afecte a sus intereses personales.

Consecuencia y expresión de este fenómeno son el egoísmo, el consumismo y la competitividad prevalecientes. La preocupación por nuestra propia vida nos torna indiferente a los dolores ajenos. Aunque las noticias de catástrofes suelen conmovernos, rara vez nos interesamos por la suerte de la gente pobre que vive en nuestras vecindades... No puedo ocultar que eso es algo que me escandaliza”3.

Las respuestas a estas tendencias no se hicieron esperar, comenzando a operar con fuerza nociones tendientes a proponer alternativas a las visiones liberales - individualistas. Es así que Guillermo León Escobar se pregunta si hubo cambios de valores en Latinoamérica. La respuesta es positiva, argumenta el intelectual colombiano:

“permanecen, sin duda, los postulados éticos de libertad, de justicia, de equidad –sustituyendo la igualdad- y de solidaridad, pero esos postulados se veían ayer con el catalejo del liberalismo y no son pocos los que hoy profesan mirándolos a través del catalejo de la comunidad o de la sociedad civil nacientes, lo que entrega claramente dos formas de vivirlos en la dimensión personal y social. Esto permite, por ejemplo, que existan –como en verdad existen- en el ámbito de la cultura política dos discursos: el continuado de la tradición liberal y el discurso “social” que lee de manera diferente tales postulados”4.

Es así que en nuestro continente han surgido numerosas y valiosas experiencias comunitarias surgidas en el seno de su dinámica sociedad civil. A manera de ejemplos, podemos citar en materia rural, las importantes movilizaciones de los pueblos indígenas, sobre todo luego del levantamiento de Chiapas en 1994. A nivel urbano, entre otras, son de rescatar las iniciativas surgidas a nivel popular en Argentina, luego del estrepitoso derrumbe del modelo neoliberal en Diciembre del 2001.

También tiene plena validez para el caso latinoamericano el llamado a apostar fuerte por las instituciones familiares. Numerosos estudios en los últimos años vienen señalando cuáles son los cambios más significativos en la materia, a saber:

Mayor diversidad en los tipos de familia, producto de una mayor amplitud en los estilos de vida.
Transformaciones demográficas, orientadas fundamentalmente a reducir significativamente la relación pasivo/activo.
Cambios en los roles sociales: mayores roles femeninos y caída del modelo de “aportante único”.
Aumento de la jefatura de hogar femenina.
Heterogeneidad de las estructuras familiares por tipos y etapas de ciclos familiares.
Visibilidad de la violencia intrafamiliar.
Persistencia del reparto tradicional del trabajo doméstico5.


Como se puede observar, es posible discernir cambios positivos y otros negativos desde el punto de vista comunitario. Es así que aparecen como mayormente preocupantes, aquellas tendencias que rompen con cierta valoración social y cultural hacia la familia en nuestro continente, representando fuertes cambios comportamentales dirigidos más bien hacia los modelos de desarraigo típicos de los países materialmente más avanzados. Resulta paradigmático en ese sentido, la reducción de los hogares multigeneracionales y el aumento en el número de hogares unipersonales. Estos últimos han crecido en todos los países latinoamericanos, salvo Panamá, y ya representan en algunos países como Argentina y Uruguay, más del 15% de los hogares6. La jefatura de hogar femenina en hogares pobres e indigentes, por otra parte, es uno de los indicadores más negativos desde el punto de vista comunitario: se trata por lo general de hogares habitados por muchos niños donde no existe la figura paterna y donde –por tanto- una madre o abuela se hace cargo de todas las tareas inherentes al mantenimiento del hogar. La expansión de este tipo de hogar es una de las muestras más claras, así como de mayores consecuencias negativas, del individualismo machista.

En otros términos, los principales problemas detectados por la CEPAL en la materia son la violencia intrafamiliar, el desempleo y la desintegración familiar. Esta última es entendida fundamentalmente como la destrucción de proyectos familiares por medio de la separación o divorcio. Obviamente que la crítica comunitarista a este fenómeno es puramente sociológica (no nos interesan en esta ocasión los casos individuales). UNICEF, ha llamado la atención en tal sentido, acerca de los vínculos entre la felicidad y la integración familiar, destacando que una de las variables que influye de manera más decidida en la expresión del sentimiento de felicidad o infelicidad lo constituye la presencia de ambos padres en el hogar.

En un Informe titulado “La voz de los niños”, destaca que la prevalencia de felicidad de los niños que viven con ambos padres es del 74% en América Latina contra el 83% en la Península Ibérica. Para los niños que viven sólo con la madre, la prevalencia desciende al 62% y al 75% respectivamente, descendiendo aún más entre los niños que viven sólo con el padre (62% y 67% respectivamente).

“La ausencia del padre en la familia, notablemente superior en América Latina (29% contra 11% de la Península Ibérica), junto al menor porcentaje -arriba mencionado- de niños viviendo con ambos padres, que expresan un sentimiento de felicidad, podrían llevar a pensar que lo que los niños latinoamericanos reclaman no es la presencia física de los padres en el hogar sino su presencia afectiva y activa en la vida de los niños. En un período de cambios profundos en la composición de las familias, estos datos, más que a conclusiones definitivas, llevan a formular nuevas preguntas sobre las nuevas formas de vida familiar en las sociedades contemporáneas”.

En relación al problema de la violencia, el Informe es contundente al señalar que

“la complejidad de los cambios en las relaciones familiares se ve reforzada por la presencia de la violencia y las conductas agresivas en el hogar. Esta constituye una variable de alto impacto en escenarios, públicos y privados, de la vida social. De nuevo, una diferencia significativa se plantea entre las dos regiones, con una mayor violencia presenciada por los niños latinoamericanos en sus hogares (26% contra 16% de la Península Ibérica)”7.

La misma centralidad en una agenda latinoamericana es visible con respecto al rescate que hace el comunitarismo norteamericano y europeo sobre el rol de la educación formal, y más específicamente hablando, de las escuelas, consideradas en sí mismas como agentes indispensables en la formación del carácter y de la educación moral de los niños.

En América Latina, sin embargo, la situación es muy delicada al menos por dos razones. En primer lugar por la escasa porción del gasto público que se dirige a la educación, lo que lleva a una reducida atención, pero por sobre todas las cosas a márgenes menores de calidad (al decir de Borón, el problema no consiste en el acceso a la educación, sino en el acceso a la buena educación: “Si bien la matrícula se ha incrementado con mucha rapidez en los últimos treinta años, por otra parte, con esa misma rapidez se ha visto erosionada la calidad: la enseñanza de la lengua, matemáticas y ciencias deja mucho que desear en muchos lugares”)8. Es así que en latinoamericana solo el 45% de los niños declaran asistir a la escuela para aprender, según datos de UNICEF.

En segundo lugar, por la irrupción en los últimos años de nuevos paradigmas organizacionales que ven a la escuela no tanto como una institución para formar en valores cívicos y solidarios (como se la comprendió, por ejemplo, con el surgimiento de las primeras reformas educativas populares sobre principios del Siglo XX), sino más bien como puente entre las familias y el mercado de trabajo. Es así que en los años noventa proliferaron los técnicos que defendían un sistema educativo funcional a los intereses de los circuitos económicos. Desde este punto de vista, un sistema educativo eficiente es aquel que nutre a sus integrantes, de las habilidades necesarias para ingresar con éxito al mercado laboral.

También es significativo el llamado que hacen los comunitaristas en el sentido de profundizar la participación política de los ciudadanos. En América Latina, una de las deudas pendientes es la escasa cultura cívica de sus ciudadanos, y la peor inercia al respecto de los Estados, que poco hacen para llevar el poder hacia la ciudadanía. Es así que en muchos de nuestros países, la mayoría de la población ya no cree en algunos de los principales mecanismos e instituciones democráticas. Las encuestas de opinión pública en 17 países de América Latina, muestran que en tan solo 3 de ellos, el grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia es similar al de los países de Europa Occidental. A un nivel general, sólo el 37% de los latinoamericanos se siente conforme con sus democracias, contra el 53% en los países de la Unión Europea9.

Para muchos, esta especie de abandono de cierta posición optimista ingenua acerca del alcance de las democracias en nuestros países, es desencadenante de una serie de reflexiones tendientes a dotar de nuevos retos la configuración democrática del continente. Es así que el comunitarismo se ve revalorizado en los últimos años, cuando se insiste en la necesidad de incorporar el discurso republicano y valorativo en estas cuestiones.

A nivel de las prácticas, han surgido además, desde la recuperación democrática, en los años ochenta, aunque con más acento a partir de los noventa, algunas experiencias positivas tendientes a acercar los mecanismos democráticos y cívicos al común de la gente, como ser el programa de presupuesto participativo desarrollado por el Estado de Río Grande do Sul, en Brasil, entre otras iniciativas orientadas con sentido de descentralización y participación popular.

Otro de los asuntos centrales en el discurso comunitarista de buen recibo en el continente es el vinculado al fortalecimiento de los tejidos sociales, uno de los temas predilectos por parte de Robert Bellah, quien se ha encargado de hacer notar la importancia de la activación ciudadana en los EUA. De esta manera, una de las principales líneas de reflexión al amparo del pensamiento comunitarista tiene que ver con el tercer sector, esto es, aquellas organizaciones de la sociedad civil que fomentan mecanismos de participación y acción ciudadana con perspectiva pública.

En este sentido, los latinoamericanos tenemos mucho que mostrar de positivo. En los últimos años hemos constatado a lo largo y ancho del continente, un notable brío de distintas experiencias de organizaciones sociales y populares tendientes a satisfacer necesidades desatendidas ya sea por un Estado cada día menos benefactor, ya sea por un mercado que raramente se interesa por aquello que no tenga rédito económico. De esta manera, nuestros países han sido escenarios de prácticas comunitarias que han ido fortaleciendo lo que numerosos autores llaman “capital social”, y que nosotros preferimos denominar factores comunitarios (o factor C, al decir de Luis Razeto).

Es así que adquieren particular interés desde nuestra óptica, las diversas experiencias de economías solidarias que hemos trabajado extensamente en América Latina, donde se muestra cómo la propiedad compartida, la autogestión, los valores comunitarios, la solidaridad, etc., permitieron el desarrollo humano de notables casos: los Talleres Solidarios y la Fundación Solidaridad en Chile; el modelo de desarrollo local cooperativo de San Gil, en Colombia; las Ferias Cooperativas y las Asociaciones de productores de Barquisimeto; el sistema productivo local de la Villa El Salvador de Lima; o de Maquita Cuschunchic de Ecuador; la organización económica de diversas comunidades indígenas del continente; los asentamientos del MST en Brasil; o diversas experiencias de comunidades cristianas, etc. En todos los casos, se observa claramente cómo la solidaridad pasa a “activarse” también en el plano económico con resultados alentadores a la vista.

El éxito demostrado por estas y otras experiencias solidarias inclusivas, ha llevado a que fueran rescatadas no solo por sectores de corte alternativo, sino además por los propios organismos internacionales, caso del Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, quienes le han estado prestando mucha atención a estos fenómenos en los últimos años: el GrameenBank de Mohamed Yumus con innumerables experiencias similares distribuidas en todo el continente, así como la Villa el Salvador de Lima, las Ferias Populares de Barquisimeto, o el presupuesto participativo en Porto Alegre son solo algunas de las experiencias que figuran como modelos a imitar en varias obras de los citados organismos multilaterales.

Muy vinculado a este fenómeno de la participación ciudadana, surge a nuestro criterio un último elemento central en el discurso comunitarista, que adquiere particular importancia en América Latina: nos estamos refiriendo al fenómeno de la corrupción. El Prof. Etzioni señalaba en oportunidad de una conferencia brindada ante numerosos políticos demócrata cristianos del continente, que “allí donde la corrupción es un hecho duradero, no están dadas las condiciones básicas para que una sociedad sea plenamente comunitaria”10. Pues bien, si como dice el último Informe de la organización Transparencia Internacional, América Latina es el continente más corrupto del mundo, entonces se estaría muy lejos de ese objetivo.

Los datos en la mayoría de nuestros países son elocuentes. En el Perú, por ejemplo, 75% de sus ciudadanos cree que la corrupción persistirá en ese país, a pesar de estar iniciados 240 procesos judiciales por presuntos actos de corrupción cometidos durante el gobierno de Fujimori, quien exiliado en Japón habría huido con 180 millones de dólares pertenecientes a las arcas públicas.

En Colombia, por su lado, además de la corrupción manejada por los “señores de la droga”, una encuesta realizada por el Banco Mundial, revelaba que el cincuenta por ciento de los contratos de privados con el Estado "se pagaron con sobornos".

En Argentina, mientras tanto, el Ministro de Economía que hiciera famoso el “milagro” argentino de la convertibilidad (Domingo Caballo), ha comparecido a la justicia junto al ex presidente Carlos Menem (1989-1999) quien permaneció en prisión domiciliaria por seis meses en 2001, acusado de tráfico ilegal de armas y lavado de dinero.

Menem también enfrenta una causa judicial iniciada el año pasado por haber recibido supuestamente once millones de dólares del gobierno de Irán para que ocultara la presunta participación de ese país en el atentado contra una mutual judía en 1994 en Buenos Aires, en el que murieron 87 personas.

Lamentablemente los anteriores no son casos aislados, ya que en buena parte del resto de los países aparecen presidentes, ex mandatarios y funcionarios involucrados en procesos por corrupción, siendo los más notorios Hugo Banzer (Bolivia), los paraguayos Luis González Macchi y Juan Carlos Wasmosy, Rafael Callejas de Honduras, Leonel Fernández de República Dominicana y Oscar Alemán, de Nicaragua, todos gobernantes recientes, que no solo no supieron o no quisieron luchar contra la corrupción generalizada, sino que además, habrían participado activamente en un juego que continúa desgastando aún más las bases más esenciales de una vida comunitaria.

Ahora bien, una verdadera y legítima plataforma comunitarista en Latinoamérica debería hacer hincapié no solo en los asuntos comunes con el resto del mundo, sino además en los propios. En tal sentido, quisiéramos remarcar la necesidad de incorporar y poner el acento en los asuntos pendientes desde el punto de vista de un proyecto equitativo.

Lamentablemente América Latina recibe un nuevo milenio con viejos dramas sociales. El número de personas pobres, en constante crecimiento, asciende a más de 220 millones, estando 90 millones en situación de pobreza extrema. Esos números representan según la CEPAL, aproximadamente al 44% de la población total.

La pobreza y la pobreza extrema conviven en nuestro continente con la opulencia de unos pocos. Es así que el nuestro se considera el continente más inequitativo del mundo. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, mientras que el coeficiente Gini en materia de distribución de los ingresos ronda entre 0,30 y 0,35 en Europa, en América Latina se ubica en torno a 0,50. Por lo demás, como señala el citado informe del BID, “el problema no muestra señales claras de mejoramiento”. Si los años setenta manifestaron un mejoramiento, éste se vio fuertemente afectado en la llamada “década perdida” de los ochenta, para no registrar cambios visibles en la última década del milenio11.

Pues bien, en ese marco de creciente pobreza e inequidad, no es viable pensar en condiciones duraderas para crear una buena sociedad, tal como la reflexionan los teóricos del norte, esto es, haciendo hincapié en la necesidad de crear un orden moral que pueda convivir en difícil equilibrio, con las libertades individuales. Justamente nuestra posición es que América Latina ha hecho hincapié en los asuntos del orden y de las libertades, empujando hacia un segundo plano la necesidad de incorporar los valores de justicia y solidaridad. Un ejemplo muy ilustrativo en tal sentido nos lo da el Prof. Sanin S.J., cuando nos recuerda, por medio de las divisas de los escudos de Colombia y Chile, cuán lejos llegaron las ideas del liberalismo y del positivismo, y qué escaso impacto han generado las ideas de solidaridad12. El escudo de Colombia, por ejemplo, dice “libertad y orden”, en tanto el de Chile, que reza “por la razón o la fuerza”, representa lo mejor del modelo del siglo de las luces. El de Brasil, por su parte dice “Orden y Progreso”. En ningún caso, al igual de lo sucedido con el resto de las cosas en nuestro continente, la justicia, la equidad, o la solidaridad se hicieron presentes con la fuerza y centralidad con que se manejaron los conceptos positivistas y liberales desde el siglo XIX.

Etzioni es consciente de esa deuda pendiente en América Latina, al señalar que “no se puede tener una comunidad si la mitad de la gente está viviendo con limusinas, casas lujosas y la otra mitad vive en abierta pobreza”13. A pesar de ello, es evidente que los escritos comunitaristas del norte atienden con mucha oportunidad los aspectos morales y culturales, pero al costo muchas veces de desatender mayormente los aspectos estructurales de la sociedad, algo que desde una Latinoamérica cada vez más pobre e inequitativa, no podemos soslayar o dejar en un segundo plano.


Habida cuenta de este obstáculo objetivo que representan los viejos problemas sociales de América Latina, se vuelve entonces imperioso poner el acento en cómo resolver esos dramas de inequidad desde un paradigma comunitarista, como primer paso para sentar las bases hacia una buena sociedad.

Vayan en tal sentido dos desafíos y propuestas diferenciales con respecto al resto de los paradigmas, especialmente con respeto al paradigma liberal, hoy hegemónico o al menos mayoritario en el discurso académico.

Uno de los desafíos consiste, al decir de Polanyi, en volver a imbricar (embedded) la economía a los valores sociales, tanto en el plano teórico como en el plano de las prácticas concretas. Efectivamente, somos de la idea que el discurso económico y sus prácticas se han ido desligando del marco social en el que supieron estar insertos hasta al menos buena parte del siglo XVIII. Se constata en tal sentido, el desarrollo de una teoría económica desconocedora del manejo filosófico, sociológico e incluso ético, sobre todo desde la irrupción de las teorías marginalistas primero, y de las teorías neoclásicas luego. Ello ha estado unido a crecientes prácticas económicas concretas de nuestros tiempos, caracterizadas por las distancias manifiestas con respecto a las normas y valores morales más comúnmente desarrollados por las distintas comunidades.

Otro de los desafíos tiene que ver con la correcta teorización de las principales categorías económicas empleadas en nuestro lenguaje socioeconómico. Al hacerlo, ciertas polémicas tan actuales, como las del tipo “más mercado o más Estado”, nos resultarán mal planteadas. Más bien propugnamos una visión de multiplicidades de lógicas y racionalidades económicas que dan origen a un “mercado determinado” (concepto gramsciano con antecedentes ricardianos), que será más o menos democrático y más o menos justo, según se expresen algunas manifestaciones, a saber: la satisfacción de las necesidades humanas, también concebidas integralmente; y la presencia, en forma equilibrada, de al menos las tres grandes lógicas que creemos existen en la actividad económica contemporánea: la capital individualista, la pública estatal, y la perteneciente a la sociedad civil organizada con criterios solidarios.

La realidad de nuestro continente, sin embargo, es la de un mercado determinado que lejos de acercarse al paradigma de mercado democrático y justo que proponemos, está haciendo avanzar la lógica capital individualista -causa y efecto a la vez, de lo que podemos llamar una cultura neoliberal adveniente-, por sobre la lógica pública estatal y la lógica solidaria.

En resumen, un paradigma de mercado democrático y justo (sobre cuyas características no nos podremos detener en esta ocasión), con intervención equilibrada de los tres sectores, en el marco de una economía subsumida a los valores sociales, creemos son propuestas y desafíos realmente significativos para el moderno comunitarismo desde perspectivas socioeconómicas que tengan como referente, en este caso, la particular realidad de nuestro continente latinoamericano.

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