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Identidad y Comunidad

La ideología del contrato social

Gonzalo Fernández de la Mora

1. Funciones del postulado

Según una cita de Aristóteles, ya el sofista Licofrón sostuvo, hace dos milenios y medio, que la ciudad es una alianza y la ley un convenio (Política, 1280b 10). Con matices, distingos y variantes esa idea reapareció en el medievo y en el Renacimiento. La Escuela de Salamanca, dentro de un contexto iusnaturalista, se ocupó de lo que Suárez, prudentemente, denominó "cuasi contrato" (Defensio, III, 2, 6 y 20). Pero el desarrollo y vulgarización del contractualismo social fue obra de la Ilustración y, en nuestro tiempo esa idea se ha reelaborado y aún radicalizado por una escuela estadounidense.

Esa doctrina entraña un relato que se remonta a los inicios: en el principio era el contrato. Tal narración, germinal más que genea-lógica, ¿es metódicamente inexcusable? La temporalidad es una dimensión del Universo y, hasta donde permitan las fuentes disponibles, todas sus partes podrían ser historiadas, desde una partícula elemental hasta un cúmulo de galaxias. De los comienzos ignoramos casi todo, por ejemplo cuándo surgió el lenguaje. Pero tal desconocimiento no ha impedido que la filología realice grandes avances. Es muy poco lo que se ha averiguado sobre la aparición del animal racional y, sin embargo, la biología y la psicología humanas presentan contribuciones eminentes. No es indispensable contar la historia de la primera forma de convivencia para que se desarrollen las ciencias sociales. Un mito no es el testimonio de un suceso real: pero tiene sentido. La descripción contractualista de la sociedad humana no es un presupuesto lógicamente necesario ni para la Sociología ni para el Derecho Público. ¿Para qué se ha formulado?

Como dato histórico la idea no sólo carece de comprobación, sino que, por el contrario, la experiencia universal revela que los hombres nacen insertos en una comunidad, sea la familia, la tribu, la ciudad o el Estado. No pactan, sino que simplemente se encuentran adscritos.

La idea del contrato social no es la narración de un hecho acaecido en un tiempo y lugar determinados; pero tampoco es una deducción sociológica. Desde la antigüedad, se conoce la historia de la fundación de centros urbanos y también de variadas formas políticas, de la polis al imperio, nunca como consecuencia de un contrato entre sus pobladores. Del análisis empírico no se deduce un origen paccionado de la convivencia humana.

Tampoco el contrato social es la expresión de una realidad jurídica. Las normas fundamentales que definen y regulan la estructura de una sociedad son siempre la obra de unos pocos jurisperitos, no de un compromiso entre los ciudadanos. En la edad contemporánea se suelen someter a referéndum nacional los proyectos de Constitución, pero la inmensa mayoría del censo carece de formación para entender la compleja significación del texto propuesto. No hay una negociación entre los votantes, hay una simple adhesión, en gran parte inercial y de tan escasa racionalidad, que permitiría su anulación por cualquier magistrado sensato. Hay también los que se abstienen o votan negativamente el proyecto constitucional. ¿Por qué a esos disidentes se les considera contratantes de lo que desdeñan o repudian? Los abstenidos ni siquiera aceptan el procedimiento de adoptar la decisión pública. Además, la ambigüedad de preceptos esenciales de la ley fundamental exige su interpretación y desarrollo a cargo de Tribunales Constitucionales en los que no participan los sujetos del supuesto contrato social. Ni en la fase redactora, ni en la referendaria, ni en la exegética aparece lo que en Derecho se consideraría una genuina relación contractual entre todos los ciudadanos.

En resumen, la idea del contrato social no tiene un correlato ni histórico, ni sociológico, ni jurídico; es una mera hipótesis, pero no una hipótesis que, como es habitual en las ciencias, espere confirmación empírica; es una hipótesis teóricamente posible, pero permanentemente desmentida por la experiencia y sin la menor probabilidad de convertirse en realidad.

¿Qué función puede desempeñar una hipótesis no sólo incumplida, sino inverosímil? No la de explicar un hecho, en este caso el de la convivencia humana; pero sí el de fundar una construcción especulativa. Más que una hipótesis es un postulado como los euclídeos, también inverosímiles pues el punto inespacial no existe, ni puede existir. Los postulados de la geometría clásica (hay otras) sirven como instrumento intelectual arbitrario para calcular y manejar la extensión. ¿Para qué sirve la idea del contrato social? Para fundar voluntarismos.

En primer lugar, el voluntarismo político: la forma de convivencia sería resultado del consenso entre los individuos; no un hecho, sino un producto de todos los agentes libres.

En segundo lugar, el voluntarismo jurídico. Si la Constitución de una sociedad es el fruto de un consenso, y si esa ley de leyes condiciona el conjunto del ordenamiento jurídico, toda norma legal tendría como fundamento la voluntad.

En tercer lugar, el voluntarismo ético. Si las leyes que reglamentan los comportamientos de las personas tienen como único fundamento las voluntades, todo lo querido puede ser legal, y no hay un absoluto moral que deba ser respetado y que limite la autonomía volitiva.

En cuarto lugar, la autodeterminación: el ciudadano se gobernaría a sí mismo.

A diferencia de los postulados euclídeos que, con gran aproximación permiten simbolizar y manejar eficazmente realidades, el postulado del contrato social no explica nada real, sino que justifica actuaciones futuras. Los cuatro "servicios" enumerados son falacias: a) La convivencia política no nace del consenso, sino de la adscripción. b) No todo lo que reviste la formalidad de ley promulgada es justo. c) El deber ser de la especie humana no es el resultado de un acto de voluntad. d) Tampoco es cierto que los miembros de una comunidad política se gobiernen a sí mismos.

En suma, el postulado no sirve para explicar la realidad, sino para legitimar la coacción del poder y para halagar al gobernado. Cada supuesta función requiere análisis

2. El Voluntarismo político

Desde finales del siglo XIX, la sociología distingue claramente entre comunidad y sociedad . La comunidad es una agrupación dada a la que se pertenece independientemente del deseo. Generalmente la condición comunitaria viene fijada por el nacimiento, como es el caso de la familia y de la patria. No se elige ni a los padres, ni a la nación. Tales circunstancias son esencialmente definidoras de la personalidad de cada individuo. Imborrables caracteres genéticos y culturales caracterizan a cada persona según la comunidad a que pertenece. Por ejemplo, un birmano formado en el monacato budista, mayor de edad, podrá emigrar a Nueva York y hacerse arreligioso, amoral y cantante rock; pero jamás perderá rasgos de su comunidad originaria, y esos rasgos serán notas esenciales de su personalidad. Ningún neoyorquino lo confundirá con un nubio o un sueco, aunque también sean arreligiosos, amorales y cantantes rock.

Hombre es un concepto abstracto. En la realidad sólo hay hombres concretos, impregnados de rasgos comunitarios. Un individuo existente apenas es descriptible si se pone entre paréntesis cuanto debe a su comunidad. Toda construcción política en la que el individuo aparezca desarraigado e igual a todos los demás no existe en el mundo; es un simulacro.

El idioma es un don comunitario con el que se recibe una concepción del Universo y una escala de valores. Cabe aprender más lenguas y adoptar valores diferentes, prestados de otras comunidades; pero siempre tendrán el carácter de superpuestos y no anularán completamente a los originarios. En lo comunitario hay algo fatal y persistente.

En cambio, una asociación es una agrupación a la que el individuo se adhiere libremente para alcanzar unos objetivos determinados, y puede abandonarla en cualquier momento y aún pertenecer a diferentes asociaciones con finalidades peculiares, y dentro de cada una puede llegar a influir en su enfoque, y acaso decidir su disolución. El asociacionismo es voluntario, y los compromisos y votos más perpetuos son, de hecho, liberables. Uno se asocia por propia iniciativa, puede optar entre múltiples posibilidades e incluso fundar su club ideal. Y cabe rehuir cualquier unión y preferir la soledad.

A una comunidad se pertenece, a una asociación se adhiere. De una sociedad se sale definitivamente, de una comunidad se reniega, aunque nunca del todo. Lo comunitario se transforma en algo intrínseco, lo societario es extrínseco. Tal contraste no supone una valoración superior de lo comunitario, desde el punto de vista de la bondad, de la utilidad o de la belleza. Asociarse en una academia científica norteamericana es lógicamente superior a nacer de una familia de hechiceros amazónicos, como es éticamente inferior nacer en un medio de mafiosos neoyorquinos que en un monasterio tibetano. La estimación axiológica no depende de que el origen de los rasgos personales sea comunitario o societario. Se trata de una distinción valorativamente neutra, meramente factual. Ni la permanencia de lo comunitario, ni la variabilidad de lo societario conllevan juicios de valor, salvo en el parámetro de la duración temporal, que es moralmente aséptico.

Todo individuo, incluído el mítico Tarzán, se define básicamente por la comunidad a que pertenece. Es un hecho que no depende de su decisión, sino del azar, del destino o de leyes naturales, en cualquier caso de causas inexorables. Afirmar que la situación comunitaria depende de la voluntad, es negar la evidencia más patente y universal. Se nace en una comunidad con una determinada forma política, en cuya definición no se ha participado y en cuya evolución sólo cabe introducir lentos, temporales y puntuales cambios. Ni un líder genial puede transmutar esencialmente una comunidad.

El voluntarismo político no se corresponde con la realidad que, en gran medida, es comunitaria y sólo parcialmente voluntaria. Sería quimérico pretender que la estructura política de los Estados Unidos es la consecuencia del consenso de todos y cada uno de los norteamericanos vivos en un determinado momento. Cuando la Constitución legal coincide con la real sólo cabe aceptarla como un hecho, y la voluntad propia es incapaz de modificarla. Incluso las cámaras constituyentes están condicionadas por factores comunitarios y, si los desprecian, sus leyes fundamentales nacerán hueras y sólo declarativas.

La primera función social que se atribuye al postulado es una falacia. El hecho comunitario es singularmente terco, ubicuo e inevitable; es propio de una especie constitutivamente social cuyos recién nacidos no pueden alcanzar por sí solos, no ya una densa prótesis cultural, sino ni siquiera la madurez biológica. Todo ser humano nace e inicialmente se forma en una comunidad dada, independientemente de su voluntad. Y ese carácter es indeleble, aunque luego, quepa añadir libremente otros. En la dimensión política del hombre, como en todas, hay lo congénito, lo necesariamente adquirido y lo libremente incorporado. El núcleo duro de lo político no es optativo.

En lo político hay también un entorno blando y maleable, citoplasmático, que es el partidista y que permite unirse a los afines y diferenciarse de otros conciudadanos. Es la dimensión asociativa, no la propiamente comunitaria. Y cuando se trata de una asociación, lo contractual cobra sentido. La relación entre un partido político y sus miembros es mucho más libre y flexible que la que existe entre los individuos y su comunidad. La afiliación es una opción, la nacionalidad es un dato. En Connecticut se deviene liberal o republicano, pero si se nace en una familia estadounidense, eso es lo que se es durante toda la vida, aunque en la madurez se adoptara otra nacionalidad legal.

3. El Voluntarismo juridico

En el curso de la convivencia humana aparecen intereses contrapuestos. La resolución de tales conflictos puede dejarse a las partes y a la confrontación de sus respectivas capacidades físicas. Esa sería la situación de anarquía. El Derecho se promulga para compatibilizar los intereses, y dar a los conflictos interindividuales un desenlace relativamente pacífico, no completamente pacífico porque las leyes y las sentencias que las aplican son coercitivas e inseparables de la coacción legítima.

El Derecho positivo, que es el solemnemente promulgado por la autoridad competente, ¿es sólo expresión de una decisión como pretende el voluntarismo jurídico? Es un hecho que toda ley positiva procede de un acto del legislador. Poco importa para el caso que sea un soberano absoluto, un equipo de expertos, una cámara orgánica o inorgánica, o los tres actores conjuntamente. En definitiva, el soberano, los jurisconsultos y los diputados expresan voluntades, unánimes o no. Rechazar la formalidad voluntarista de las normas positivas sería negar una evidencia universal. Pero la cuestión es la de si el Derecho positivo es únicamente el producto de unas voluntades cualificadas por su saber y por su posición social. Un voluntarista respondería afirmativamente.

Pero ¿cómo se explicaría la existencia de leyes injustas? Los antiguos legislaron sobre la esclavitud. Hoy nadie duda que fueron normas inicuas. Tal calificación no puede hacerse desde el voluntarismo jurídico, sino desde categorías metajurídicas, situadas allende el Derecho positivo. Ese más allá no es un acto de voluntad, sino un imperativo exterior y anterior a lo volitivo. No se trata de querer o de no querer que haya esclavos, sino de si es justo establecer la esclavitud. No ya la respuesta a esa cuestión, sino su simple planteamiento refuta, el voluntarismo jurídico. El Derecho no es sólo voluntad.

Cuando el legislador eleva, por ejemplo, la presión fiscal es obvio que su voluntad es disponer de más fondos públicos quizás para remunerar a su clientela. La capacidad humana de de-sear es ilimitada y el poder suele llegar hasta donde lo detienen. Esto supuesto, un poder absoluto tendería a confiscar todo el patrimonio nacional y su producto, como en el caso del socialismo real. Y el absolutismo no es un episodio del pasado monárquico o totalitario; una mayoría parlamentaria es un poder absoluto a lo largo de una legislatura. ¿Por qué se llega o no a la confiscación de todo? No simplemente por un capricho. El socialismo real elaboró un esquema de la justicia en el que la propiedad privada de los medios de producción aparecía como indebida. En las sociedades de libre mercado esa propiedad es tan lícita que resulta obligada. ¿Cómo se explicarían los esfuerzos de tal porte si el Derecho fuera sólo voluntad? Es imposible. El legislador altruista pretende perfeccionar el ordenamiento jurídico, no adecuarlo a su arbitrio. Tal perfeccionamiento sólo puede hacerse en función de un ideal aún no transformado en ley. No ya la existencia de normas injustas, el simple análisis fenomenológico del proceso legislativo no puede explicarse sin la referencia a un deber ser situado allende la ley vigente.

Si el Derecho fuera sólo voluntad podría legalizarse el asesinato, la tortura o la violación. Si eso no es factible no es porque no haya quienes lo desean, sino porque el Derecho no es sólo la expresión de una voluntad o de un conjunto de voluntades; es más bien una declaración solemne de lo que, antes de promulgarse la ley, ya era justo. Ese algo justo no era el producto de una libre voluntad, no era un pronunciamiento, ni una decisión, era pre-existente a todo ello.

Las leyes naturales son halladas, descubiertas; antes de su formulación estaban ahí funcionando. La gravitación universal no fue un capricho de Newton. Tampoco el Derecho es un arbitrismo sistematizado por los juristas.

Para sustituir sin reminiscencias teológicas al clásico Derecho natural, a partir de la revolución francesa se ha venido elaborando la idea y el creciente inventario de los derechos humanos, exigidos como algo más que criterios orientativos. La obligatoriedad de tales derechos no se presenta como fundada en la voluntad de los Estados signatarios, sino en previos imperativos universales, nacidos de la condición humana. Se denominan declaraciones y no promulgaciones, porque se limitan a proclamar expresamente algo preexistente aunque más o menos tácito. El contrato social ¿podría oponerse en todo o en parte esencial a lo ahora definido como derechos humanos? Si no puede es porque no basta la voluntad para crear el Derecho.

El voluntarismo jurídico conduce a que todo pueda ser Derecho, lo que se opone a una convicción universal. Además, es contradictorio.

4. El Voluntarismo Moral

La principal diferencia entre la moral y el Derecho es que aquélla se refiere al fuero interno y carece de necesaria sanción exterior, mientras que éste se refiere al fuero externo y es coactivo. La moral impera en la conciencia, y el Derecho es impuesto sobre las conductas. El deber moral ¿se lo dicta cada uno a sí mismo, como supone el voluntarismo? Esta hipótesis no explica hechos tan palmarios como la mala conciencia, el remordimiento o el arrepentimiento. ¿Por qué cuando odiamos en la impenetrable intimidad de nuestro ánimo nos consideramos malvados y disimulamos tal actitud? Si la moral únicamente respondiese a nuestra voluntad, podríamos dictarnos el precepto de odiar y confesarlo sin reserva. Si no lo hacemos es porque nuestra razón revela un deber de amar. No es un anhelo autogenerado, no una volición endógena; es, por el contrario, una limitación objetiva a nuestra voluntad. El hecho de la mala conciencia es incompatible con el voluntarismo moral. Y lo mismo acontece con el remordimiento ¿Por qué dolernos de nuestras libres decisiones si todo es lícito?

La idea de que existen conductas sustancialmente mejores ¿cómo se explicaría si el bien lo definiera nuestra voluntad? Nada externo nos obliga a ser dignos; pero conocemos que es mejor que ser serviles, mejor, aunque acaso menos útil. Esta convicción que nos autolimita no procede de una volición ni propia, ni ajena; procede del reconocimiento de un "mejor" independiente de nuestro deseo.

El voluntarismo moral conduce a la admisión de que todo puede ser lícito, es decir, el permisivismo o anarquía ética. En tal contexto no cabría el juicio moral que es esencial para la selección de las personas con que deseamos convivir. No sería la tolerancia porque sólo se tolera lo que no se estima bueno; sería la renuncia a distinguir en nosotros y en los demás lo óptimo de lo pésimo.

El voluntarismo ético ni explica la realidad, ni es compatible con el bien humano, porque, como he mostrado en otro lugar, la moral no es arbitrariedad personal o divina, es algo tan objetivo como el bien de la especie.

5. Pseudoprivatización del Derecho Público

Quince siglos de elaboración han dado al Derecho privado, y especialmente al civil, acuidad y precisión. La repetitividad de las situaciones ha permitido definir instituciones y relaciones genéricamente estables, y prever eventualidades. En cambio, el Derecho político se ha encontrado con una gran variedad de formas de convivencia en permanente dinamismo y con dispares decisiones constituyentes en función de cambiantes circunstancias. A esto hay que añadir los opuestos esfuerzos de los juristas áulicos para elaborar construcciones justificativas de múltiples y contradictorios hechos. Las fuertes tensiones de la realidad política no han cesado de reflejarse en la doctrina. Un reciente y espectacular ejemplo es el de la volatilización académica de la concepción marxista-leninista tan pronto como desapareció el imperio soviético. El pensamiento oportunista está al servicio del poder o de los intereses. La teoría política tiende a convertirse en lo que Pareto denominaba derivaciones y, hoy, se llaman ideologías.

Un recurso habitual de los politólogos ha sido aplicar a lo público conceptos procedentes del Derecho privado. Es lo que se ha hecho, por ejemplo, con la institución del mandato o con los conceptos de sujeto y de representación. Esos trasvases forzados plantean problemas lógicamente insolubles que, de hecho, se trata de superar con postulados de escaso fundamento real. Ejemplo arquetípico de tales préstamos institucionales es el contrato social.

El contrato privado es una posibilidad, se puede hacer o no, mientras que la inserción en una comunidad es un hecho necesario, y la convivencia es una consecuencia de la constitutiva condición social del hombre. Se trata, pues, de realidades muy diferentes: la libre decisión de contratar, y la sociabilidad inexorable y dada. Los particulares contratan sin imposición alguna, por ejemplo, una compraventa, pero los ciudadanos nacen, en cierto modo, ya "contratados", contraídos a una comunidad, por lo menos, familiar. La equiparación de ambos fenómenos jurídicos equivale a un salto conceptual insalvable.

En el Derecho privado, los contratos requieren un fundamento jurídico que, en último término, es el principio general Pacta sunt servanda, los pactos deben ser cumplidos. Si todo Derecho deriva del contrato social, antes de que este se otorgue no hay norma alguna vigente y, falto de fundamento, carecerá de obligatoriedad y las partes no tendrían que cumplimentarlo. Un contrato carente de imperatividad es la nada jurídica. Un pacto que no obliga es una contradicción en los términos.

El elemento esencial del contrato privado es el consentimiento expreso de las partes. En un supuesto contrato social originario cabe suponer que se diera tan rígida condición; pero en etapas sucesivas y a medida que aumenta la población, ese consentimiento o es "tácito" o es inexistente. Un contrato privado sin consentimiento es tan nulo como si la voluntad estuviera viciada por la coacción o el engaño.

En el contrato privado los sujetos suelen poseer iguales derechos subjetivos derivados de una ley general que se les aplica sin discriminación, sea cual fuere la posición social de las partes. En cambio, las decisiones políticas se adoptan siempre entre partes jerárquicamente muy estratificadas. Un acuerdo entre el soberano y los súbditos no es entre sujetos iguales; tampoco el establecido entre la cúpula partidista y sus votantes, ni siquiera entre un gobernante de cualquier rango y el gobernado. Lo político es inseparable de la jerarquía.

Los contratos civiles requieren un objeto determinado. El objeto del contrato social originario no es verosímil suponer que sea algo tan complejo como una Constitución, sino compromisos elementales. Puesto que ese primer contrato, para no atentar contra la igualdad de todos, requiere la unanimidad ¿sería su objeto el simplicismo de que las cuestiones de interés general fueran resueltas, sin excepción, por el mismo procedimiento del consenso unánime? Como tal criterio no es aplicable permanentemente en una sociedad, incluso pequeña, el objeto del contrato social originario sería o impracticable o indeterminado, y en Derecho privado el contrato adolecería de nulidad. Que el pacto inicial se redujera a adoptar el principio mayoritario no resolvería el problema porque los minoritarios abdicarían de la supuestamente irrenunciable igualdad de todos.

El contrato privado ha de ser cumplido, y lo pactado se convierte en norma coactiva que, si hay resistencia, impondrán los tribunales. En cambio, los compromisos políticos no sólo no son ejecutables, sino que se sobreentiende que la promesa electoral no hay que cumplirla. Ese tipo de fraude se considera, además de impune, "político", o sea, estimado positivamente. Es la triste figura del votante consentidor. Hay una famosa comedia, Le cocu magnifique.

El contrato privado ha de ser expreso y, generalmente, recogido en un documento, habitualmente refrendado por testigos, alguno tan cualificado como el notario, y es susceptible de registro solemne. En cambio, el supuesto contrato social no sólo se presenta como tácito, sino que se suele reducir a una ficción "a posteriori". Cuando se trata de un presunto pacto constitucional, el intérprete es siempre el propio soberano, sobre todo en las situaciones de excepción, o un órgano de Estado. Cuando el compromiso es electoral, el gobernado no puede denunciarlo eficazmente ni castigarlo antes de que se celebren nuevas elecciones; pero, para entonces, las circunstancias habrán cambiado y la memoria colectiva se habrá difuminado o desvanecido.

La mayor parte de las graves insuficiencias de que adolece la ideología del contrato social provienen de la indebida extrapolación de instituciones del Derecho privado. Esta incorrecta manipulación no es inútil porque los gobernados la aceptan fácilmente en virtud de la inercia mental de las multitudes, tendentes a simplificar y a explicar lo complejo y lejano por lo elemental y próximo. Los juristas áulicos y los intelectuales orgánicos no son absurdos, aunque la densidad racional de sus productos sea escasa.

En resumen, el contrato civil y el social apenas tienen en común otra cosa que el sustantivo "contrato", una coincidencia nominal. Cuando tal extrapolación no supone contradicción en los términos es sumamente inadecuada y suscita aporías insolubles.

6. El Estado Pre-contractual

Su método del relato plantea a los contractualistas la cuestión previa ¿cuál era la situación anterior al pacto? Hay dos respuestas contrapuestas, la hobbesiana o pesimista, y la rousseauniana u optimista.

Para los pesimistas, antes del pacto social se vive en la guerra de todos contra todos: "bellum omnium erga omnes". Esta descripción del llamado estado de naturaleza se suele repetir apenas sin análisis. Es, desde luego, el antecedente ideal para una presentación soteriológica del pacto. El acuerdo liberaría y salvaría; del caos al orden; de la inseguridad a la libertad.

Pero el "homo sapiens", por estrictas causas biológicas, no aparece sobre la Tierra como un aerolito repentinamente caído del espacio exterior. Aún poniendo entre paréntesis el lento proceso evolutivo, el primer individuo de nuestra especie de Cromagnon nace de unos padres en cuyo entorno ha de permanecer hasta que alcance la madurez. La familia es lo contrario de la guerra de todos contra todos; es la colaboración de todos. Lo que pone de manifiesto una elemental prueba empírica es que lo precedente no es el supuesto estado de naturaleza, sino el factual estado de familia. Lo originario es el tipo más sencillo de comunidad, la familiar. La individualización de la persona es posterior a su condición comunitaria.

¿Consistiría el presunto estado de naturaleza en confrontaciones intrafamiliares? El imperativo biológico produce la multiplicación de los individuos en el seno de la familia. Y el resultado de esa ampliación numérica tampoco es la guerra múltiple, sino el clan o grupo parental localizado. Tampoco en ese segundo momento sociológico aparece la lucha de todos.

Y la solidaridad del clan y de la familia no es la consecuencia de un acuerdo, sino del vínculo de sangre; es un orden instintivo, no pactado. El dato primario no es la "extrañeidad", sino la hermandad; no es la incompatibilidad, sino el interés común. El conflicto es posible y, a la larga probable, pero no es originario. La necesidad de una estructura política es posterior.

Esta versión pesimista del relato encuentra un punto de referencia en el fratricidio cainita que se cuenta en el Génesis, texto que hay que interpretar como género literario pues es imposible que el primogénito de la octava generación humana conociese ya el hierro (Gen, IV, 22). Además, el fratricidio fue lo excepcional en un clan que pronto fue tan numeroso que, según el libro veterotestamentario, un nieto de Adán dio nombre a la primera ciudad (Gen, IV, 17). En toda la narración del inicial libro sagrado no aparece el pacto social, pero sí comunidades naturales. Una apelación a los versículos bíblicos sería demoledora para el contractualismo social.

Según la otra versión, el hombre aparece libre, y la sociedad lo encadena y corrompe. El supuesto estado de naturaleza sería casi paradisiaco: individuos naturalmente bondadosos en pacífica predisposición ante sus semejantes. Esta suposición edénica, tan divulgada por ilustrados y románticos, fue desmentida por el estudio de los pueblos primitivos. En parte alguna se encontró al imaginado buen salvaje, y sí a los que distaban de serlo.

Pero lo grave no es el carácter fabuloso del relato optimista, sino la contradicción que supondría abandonar consciente y voluntariamente unas circunstancias buenas con el fin de empeo-rar ¿Para qué el pacto social si la situación precontractual era de benevolencia y concordia? ¿Para qué dictar normas estrictas y someterse a una autoridad coactiva? Si la situación precontractual fuera conveniente ¿para qué autolimitarse mediante una convención? Desde el optimismo antropológico el contrato social deja de ser inverosímil para tornarse, además, absurdo.

En la operación casi orwelliana de adaptar el relato a las necesidades ideológicas se ha llegado al hiperoptimismo de suponer que los contratantes no sólo eran naturalmente justos, sino que hacían caso omiso de sus circunstancias e intereses. Una quimera angelical.

Sea optimista o pesimista la descripción del estado de naturaleza como arranque del pacto social, el relato, contemplado desde el momento anterior, incrementa su irracionalidad.

A la doctrina no le cabe soslayar su contradicción genealógica porque es el relato de un pacto, y ese momento es inseparable de una situación precontractual. Esta podría ser primaria porque no requiere un pasado diferente, podría ser eviterna. En cambio, el pacto es un hito temporal con un antes y un después. El contractualismo social es lógicamente inseparable de un antecedente y no puede evitar la necesidad de una hipótesis previa, la del llamado estado de naturaleza. Tal reduplicación, y la inexorable remisión a algo radicalmente otro es una de las mayores flaquezas del contractualismo social.

7. La Demagogia

Es falso que las sociedades se gobiernen a sí mismas; siempre son regidas por unos pocos. La oligarquía es la forma trascendental de gobierno que engloba a todas las demás enunciadas por los griegos, tanto las sedicentes correctas como las que no lo son.

La tesis del autogobierno ¿cómo explica el delito? No es habitual que el delincuente se condene a sí mismo; pero así tendría que ser siempre si el autogobierno fuera verdad. ¿Cuántos rehuyen las normas de fiscalidad? Sería contradictorio si tales preceptos se los hubieran dado ellos mismos; sería esquizofrénico. ¿Una sociedad masivamente demente? Que los oligarcas declaren que sus gobernados se limitan a hacer lo que quieren es retórica, es la seducción por el halago gratuito. ¿Qué grado de ingenuidad se supone en unos ciudadanos, que en cada acto externo de sus vidas experimentan las regulaciones del ordenamiento jurídico, para que, de buen grado, crean que no hacen sino lo que libre y espontáneamente desean? Una ingenuidad infinita, una concesión casi desesperada del hombre en desazón.

El obrero de una fábrica moderna, que vota cada tres o cuatro años a los candidatos a legisladores ¿se siente más autogobernado que el campesino romano alejado de los comicios senatoriales? Aunque no siempre tenga ocasión de manifestarlo, el hombre de la calle es menos crédulo de lo que suponen los demagogos.

La ficción del autogobierno contractualista es una falacia y una manipulación.

8. El Utopismo

¿Habría en la teoría del contrato social no una deducción, ni una ideología justificativa, sino la formulación de un ideal, el de que la convivencia y el ordenamiento jurídico sean consensuados siempre? Tal modelo ejemplar supondría una condena de las formas políticas conocidas, una proscripción universal de las instituciones históricas. Una teoría que, en vez de dar razón de los hechos, los recluye en el absurdo o en el purgatorio, carece de funcionalidad lógica.

Ese consenso ¿sería pleno? No ya en las sociedades complejas y avanzadas, sino en las simples y primitivas, los sociólogos, que han descrito centenares de ellas, no han encontrado ni una sola gobernada por unanimidad. El sucedáneo principio de las mayorías, relativas o absolutas, deja al margen del consenso a porciones importantes del grupo. Ya no habría consenso, sino un disenso sojuzgado por los más, en realidad, la dominación de unas voluntades y la sumisión de otras. El constructo especulativo de una voluntad "general" es el eufemismo para designar la hegemonía del mayor número.¿Habrían de ser sometidas a referéndum todas las decisiones públicas? Pretensión también irrealizable.

Por el procedimiento y por la materia, la propuesta de que la gobernación sea totalmente consensuada no funciona a la manera de una causa ejemplar a la que hiperbólicamente cabría aproximarse como a toda utopía razonable. Es una imposibilidad real, y prometer lo imposible es fraude.

Una genuina utopía tiene más densidad racional que una ideología; pero habría que proponer el contrato social no como una descripción o una prescripción, sino como un programa límite. Sin embargo, no sucede así: los contractualistas no se presentan como soñadores, sino como portadores de una realidad pasada y por venir.

9. El supuesto primado de la Voluntad

La tesis filosófica que, de modo generalmente tácito, subyace al contractualismo social es la del primado, ontológico o axiológico, de la voluntad, la afirmación de que lo esencial para el hombre no es tener razón, sino ejercer su voluntad. Aunque ese principio aparezca ya en Ockham, fue Schopenhauer quien le dio una elaboración metafísica. El destino del logos sería servil y secundario: suministrar los medios, o "a posteriori" justificar el libre arbitrio.

Este planteamiento resulta halagador para los humanos porque la razón es despótica, establece juicios y correlaciones necesarios, mientras que la voluntad aspira a ser ilimitada y enteramente libre. Si el Derecho y la moral son ordenaciones racionales hay que acatarlos y someterse; pero si son productos de la voluntad su obligatoriedad es muy relativa, y siempre cabe una cierta adecuación de los preceptos a los deseos.

El contractualismo aparece en la historia de las ciencias políticas como la tentativa de explicar racionalmente la convivencia; pero no es así. Se trata de un voluntarismo y, por tanto, de un irracionalismo. Aunque montado sobre abstracciones y postulados genéricos, el contractualismo social es una rebelión contra el logos y responde a la constante tentación humana de no plegarse a la razón e imponer los deseos, generalmente inferiores cuando son de origen instintivo o emocional.

Si el intelecto se moviliza sólo para justificar anhelos o comportamientos no crea ciencia, sino ese subproducto mental que es la ideología, tan inútil para el conocimiento de la realidad como peligrosa para programar la convivencia.

El irracionalismo es sinónimo de involución, y atrio de la violencia; pero ha sido, paradójicamente, la tendencia predominante en el curso de la historia de un ser cuyo privilegio distintivo es la razón. Avanzar y ser auténtico equivale a racionalizar, y el logos apenas encuentra leves residuos aprovechables en el contractualismo social.
10. La incidencia democratica

Sólo hay una forma real de gobierno: el mando de pocos u oligarquía. Una especie de esa forma trascendental es la democracia en la que el censo electoral tiene periódicamente la posibilidad de preferir, mediante diferentes procedimientos de sufragio, alguna de las alternativas que le ofrece la clase política. Pero el contrato social no se presenta como la manera de designar a los gobernantes, sino como el modo de constituir una sociedad y salir del estado de naturaleza, sea cual fuere la interpretación optimista o pesimista de la supuesta situación precomunitaria. Y por eso hay quienes, como Hobbes, justifican el absolutismo a partir de un contrato social. Por el contrario, hay quienes entienden que el contrato social es una ficción ideológica y no por eso niegan la legitimidad y la eficacia de que los ciudadanos participen de algún modo en las decisiones públicas. Es un sofisma identificar el contractualismo social con los modelos democráticos.

El contractualismo social es una respuesta a la cuestión de cómo se origina la comunidad política, mientras que la democracia es una respuesta a la cuestión de cómo pueden participar los gobernados en el gobierno. Son dos niveles, el primero es existencialmente prioritario; el otro es posterior, pero prácticamente necesario porque Ubi societas ibi ius.

Hay contractualismos absolutistas y comunitarismos democráticos; y viceversa. La definición de la genealogía de la convivencia humana condiciona aspectos esenciales de la Filosofía del Derecho, pero no las formas de gobierno.

11. Conclusión

La inverosímil hipótesis de que la convivencia se funda en un contrato, sea originario o renovado, no es un absurdo puesto que se utiliza como imaginario fundamento de derivaciones presuntamente legitimadoras del poder. No es ni la expresión de un hecho, ni una hipótesis que espera confirmación empírica, ni un ideal utópico; es ideología, y lo ideológico es irracionalismo con disfraz.
[Razón Española, N° 113]

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