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Identidad y Comunidad

La técnica, devoradora de hombres

[Ernst Niekisch]
I
La eclosión del individualismo y el perfeccionamiento de la técnica conforman dos fenómenos paralelos. En un principio, de una forma apenas perceptible, tímida, el hombre corre —ingenuamente— el velo que cubría los secretos sin que ello le cueste la vida. Y descubre cosas impensables. Aquello que era misterioso pasa a ser de orden natural y explicable. No tuvo respeto por lo desconocido y esa falta de respeto dio frutos. Los éxitos obtenidos le espolearon a seguir. Su escrutadora mirada se dirigía al fondo de las cosas. Completa experimentos e investigaciones. Pero todo nuevo conocimiento constituye una nueva servidumbre impuesta a la naturaleza. El perfeccionamiento acrecienta el rendimiento general. El aumento de bienes de consumo y el atractivo de las ilimitadas posibilidades que ello conlleva exigen un cambio de organización económica. A un determinado estadio del desarrollo técnico corresponde siempre una forma pa rticular de estructura económica. El individuo quema etapas. La sensación de superioridad y la seguridad en sus propias fuerzas se consolidan. Pone en discusión las relaciones tradicionales y llega a la conclusión de que, dado lo avanzado de sus conocimientos, aquéllas carecen de justificación. Se revuelve, vence finalmente la partida y transforma los vínculos sociales.
La tendencia al rechazo de todo límite señala, en suma, esta evolución. La técnica está ya a la altura de todas las manifestaciones humanas. La producción industrial excita un desmesurado crecimiento. El individuo se siente libre. Por principio, ya no reconoce barrera alguna. Reglas, orden y armonía no surgen de las cosas. En la medida en que aún se respetan las fronteras, ello se acepta desde un mero punto de vista externo; esto es, desde el punto de vista de la pura conveniencia. La técnica vuelve su mirada hacia otro objetivo cuando su actividad resulta baldía. Tiene necesidad de capitales puestos a su disposición con la esperanza de obtener los correspondientes intereses. La producción de bienes está regulada desde la perspectiva del provecho. Cuando existen oportunidades de beneficio, los capitales afluyen. Cuanto más trabaja el capital, más se expande el reino de los hombres sobre lo que les rodea. En general, el individuo utiliza su libertad en la medida en que obtiene frutos. Tanto más "libre" en cuanto que es poseedor de un capital, que es "rico".
A fin de cuentas, la intensidad del proceso de desarrollo económico y técnico se nos muestra como una simple función del beneficio del capital previamente destinado a inversión. Además, la importancia social del individuo no será otra que el indicador de beneficios que sea capaz de conseguir; esto es, su renta. Como consecuencia de ello, el dinero pasará a convertirse en la medida de todo. El moderno reino del dinero es la forma constitucional de la política de poder que corresponde a la edad de la técnica. El sistema de provisión de bienes de consumo gracias a la sociedad del individuo, se basa en la economía capitalista. El individualismo es la expresión de su desarrollo moral y mental.
La técnica, al remover por doquier las barreras impuestas a la capacidad humana que reprimen las fuentes de su energía natural, abre las puertas a transformaciones de gran calado. Acorta distancias, nos acerca a lo lejano y hace accesible la tierra. En esta atmósfera florecen metrópolis, imperios, producciones en serie, monopolios económicos y organizaciones multinacionales. El individuo, que comienza a sentirse como en su propia casa, entre sus obras y construcciones, entre sus máquinas, sus instrumentos y sus ondas invisibles, acaba por pensar con mentalidad continental, y a la larga, en términos de universo.
II
Cuando ya no quedan enigmas por desvelar, por explicar, ya no ha lugar ni siquiera al respeto. La veneración por los santos cristaliza, convirtiéndose en una simple convención. Aunque el individuo se persigne como hábito, creer en lo sagrado se ha convertido en una forma de engañarse a sí mismo. El sentido del rango y de la distancia social se extinguen. El individuo se convierte en un ser democrático que se sitúa a un mismo nivel con quienes le rodean. Se tienden la mano a fuerzas capaces de hacer saltar el universo. Y se las bordea todos los días. Los niños juegan con los astros. Se conoce y se sabe todo. Nada inspira ya reverencia. Todo es situado ante los focos de los proyectores más perfeccionados.
No sentir respeto, ser atrevido, significa no conocer límites. Pero quien no conoce límites ignora qué es responsabilidad. Gira el mundo y el hombre abandona a la propia suerte aquello que le era propio, la galaxia de sus orígenes, los lugares de la infancia: suceda lo que suceda. Va más allá de lo consentido y todo paso se convierte en un acto de profanación y destrucción. Mudando las fronteras, hiere todo aquello que se ha desarrollado de forma orgánica, por la sencilla razón de que lo orgánico es limitado. Los límites son la cárcel de la vida. Demoliéndolos, pretende recuperar sustancia viva. Pero la técnica viola la naturaleza, aunque ello carezca en principio de importancia. El progreso técnico desgarra la naturaleza, que tiene sus propias leyes, un palmo de tierra tras otro. Lo que para la técnica es un triunfo, para la naturaleza es saqueo y violencia. La t&ea cute;cnica, al remover poco a poco los límites fijados por la naturaleza, acaba por destruir la vida. La máquina suplanta al organismo, que sí posee un sentido. La función de la máquina consiste en dar un rendimiento calculable. El sentido de lo orgánico requiere, por contra, la realización en una existencia. La técnica abusa siempre del respeto por la vida. Devora a los hombres y todo aquello que es humano. Aquélla se calienta con los cuerpos y la sangre es su líquido refrigerador. En consecuencia, en la era de la técnica, la guerra asume la forma de una mortífera carnicería. El individuo, conquistado para el espíritu de la técnica, preso y ávido de récords, posee las más perfeccionadas armas de aniquilación. Lanza sin pestañear bombas de gas tóxico y no le produce escrúpulo asfixiar a miles de mujeres y niños en la retaguardia enemiga. La concepción de la guerra moderna se nos muestra de una manera tan formidable como terrible en el genio mortífero de la técnica. En su apogeo, su capacidad de destrucción es tal que, en un determinado momento, podrá exterminar rápida y radicalmente cualquier ser viviente allá donde se encuentre.
III
Naturalmente, esta terrible revelación se muestra sólo al final. El espíritu de la técnica revela su propia naturaleza con una violencia tal cuando ya ha penetrado toda existencia y sometido toda resistencia. Antes de poder extender los pliegues tóxicos de su furor homicida sobre todo lo vivo, es menester que supere varias etapas en su propagación.
En el ámbito más íntimo, en la más pequeña célula, en cada individuo, el espíritu de la técnica inicia su propia labor, secreta y subterránea, de destrucción de la substancia viva. La pérdida de dicha substancia conduce a la proletarización, cuya consecuencia final no es otra que el obrero especializado. En pocas horas, éste aprende el manejo rudimentario de las máquinas y, gracias a ello, puede ser utilizado y cambiado de puesto, sin apenas preparación, en cualesquiera ramas de la producción. El proletariado no tiene una esfera de trabajo bien definida, no precisa de una particular actitud que lo diferencie y dé un sentido a su vida. No es nada en sí y para sí. Es un ser anónimo, móvil e intercambiable. Es una función de la máquina, una pequeña cantidad de energía en el seno del vasto proceso de la producción. Entre él y el bien producido hay exclusivamente una relación de causa-efecto. Entre él y las cosas no se crea en absoluto una trabazón psicológica, cuya profundidad y abundancia constituye la riqueza del alma humana. Él tan sólo vende su potencial laboral. Cercano está el tiempo en que no habrá más que su fuerza-trabajo. Esta carencia de relaciones psicológicas conlleva una falta de responsabilidad. El proletario se siente poco responsable del sentido de su trabajo en la medida en que el patrón no se hace cargo de la suerte de sus empleados.
La producción artesanal fue la primera en caer bajo el dominio de la técnica. El declive del artesanado ha sido la consecuencia inevitable. El artesano ha acabado por convertirse en un trabajador. Los maestros artesanos combatieron desesperada y vanamente contra esta decadencia.
Asimismo, somos cautivos de todo un proceso de mecanización de la agricultura. El drama vivido por el artesanado se repite en el mundo agrario. Es verdad que la intervención de la maquinaria agrícola que se apresta a segar la independencia del campesino europeo aparece ya en 1833. Pero hasta ahora no había sido utilizada contra el agricultor. Los animales de tiro no le daban opción. En relativamente pocos años el instrumento de tracción que le era necesario, el "tractor", ha sido construido. De ahora en adelante, ha dado comienzo la transformación total de la agricultura. En América del norte y del sur, en Australia, ya se usa la maquinaria agrícola. El costo de producción del grano ha bajado a más de la mitad. El farmer ha suplantado al campesino, tal y como sucedió con el trabajador respecto al artesano. El farmer es un campesino proletarizado. Las estructuras de la ag ricultura cambian. El campesino retrocede. Las bases de su existencia libre han sufrido una gran sacudida. Se somete. La técnica lo ha cazado en su propio terreno. El campo pasa a ser un sueño romántico como el templo para el artesano. Ninguna política aduanera puede frenar este proceso. El Crédito Financiero Internacional, fundado el 3 de marzo [de 1931] en Basilea, hará tarde o temprano su labor contra los campesinos, como un ángel exterminador. No será sino la punta de lanza del espíritu de la técnica en el ámbito de nuestra agricultura alemana. El campesino autónomo está a punto de desaparecer.
Con la disgregación de los oficios, todas las formas tradicionales de vida están transformándose. En la medida en que el hombre cesa de ser o representar algo por sí mismo, se convierte en un ser público, que encontrará su comodidad en todas partes y en ningún sitio. Al final, esta metamorfosis consolidará los fundamentos del Estado. Pierde éste su carácter orgánico, siguiendo sus propias leyes. Se convierte en parte integrante de un espacio económico más amplio, cuyas ramas de producción son racionalizadas según las normas impuestas por las últimas conquistas de la propia técnica.
El hombre ha partido a la conquista de la naturaleza. No percibe que pisoteando la naturaleza se destruye en la medida en que forma parte de la misma. En el clima frío de la técnica, las últimas reservas biológicas se fosilizan. La energía natural de reproducción y de crecimiento se agota. Y así es como la naturaleza se venga: castiga el estupro que la técnica ha cometido induciéndola al suicidio. La técnica festejará su victoria sobre montañas de cadáveres hasta el día en que sucumba bajo su peso.
IV
Las doctrinas y teorías, los programas y dogmas, de los que se sirve el movimiento histórico para darse a conocer en el planeta, no son ni importantes ni decisivos en sí. Aunque no se conozca el contenido, ello no significa que no captemos su esencia, su sentido y su verdadera misión histórica. Solo quien es capaz de observar, más allá de la letra de la teoría, los movimientos subterráneos que aspiran a transformaciones substanciales, es capaz de aprehender los cambios radicales del mundo.
El marxismo es algo más que una bandera roja, un movimiento que permite arrastrar a las masas, incultas y poco exigentes, haciéndolas entrar en una suerte de ciega agitación. El marxismo es el presentimiento de las cosas que suceden. Ciertamente, no lo es en el sentido de poder mostrar lo que será a la luz de su realidad futura. Pero, en cierto sentido, sí conforma una suerte de idealización del futuro. Marx ha sido un profeta que ha transformado un destino cruel y una necesidad opresora en una religión salvadora. Sin duda alguna, alberga en sí el espíritu de la técnica. Fue el pionero y anunció la mecanización de la vida. Aceleró dicho proceso dando esperanza a los destinados a ser víctimas. Convirtió en fe una maldición. Así, se esperaba con impaciencia el paraíso que estaba destinado, en realidad, a convertirse en su infierno. Esta locura autodestructiva fu e provocada con la ayuda del pensamiento del filósofo alemán Hegel. El dinamismo dialéctico fue la fórmula mágica del gran brujo. Bajo su luz sobrenatural se produjo la transvaloración de la vía sin piedad del progreso técnico en un camino de gracia hacia la salvación. Era necesario acelerar al máximo la mecanización, la racionalización, la concentración y la proletarización. Era el único modo para llegar a la "expropiación de los expropiadores". En el seno de la sociedad capitalista se barrunta la maduración del fruto de la bienaventuranza socialista. La fuerza persuasiva de la dinámica dialéctica se debía al hecho de que la idea parecía ser cualquier cosa además de un divertido juego que se hacía reconocible como la imagen fiel de una realidad futura. Los muros y los engranajes del matadero brillaban a lo lejos, empero, entre brumas sangui nolentas, como una aurora. Su perfil se parece al de un castillo encantado. Irresistiblemente atrae a sus víctimas, que además tienen prisa por llegar a su objetivo.
El antimarxismo no es, en absoluto, una fuerza que frene, que ofrezca soluciones. Se trata, antes al contrario, de una protesta de quienes, aprovechando la mecanización del mundo, temen por sus privilegios cuando alguna voz contestataria se alza. Dicho de otro modo: el antimarxismo no es el miedo a las consecuencias, sino el miedo a ser explicadas con claridad. El marxismo forja ilusiones y provoca entusiasmos en lugar de crear recelos. El antimarxismo, por el contrario, es hipócrita. Lanza acusaciones mientras se aprovecha claramente de la situación y la favorece entre bastidores. Pero por la fuerza de su desarrollo, la humanidad se deja llevar por la corriente. El viento de la historia lleva en sí vórtices lejanos. La sombra de los despojos amenazantes se dibuja en el horizonte. El marxismo los saluda desde su posición afortunada, mientras el antimarxismo trata de anclarse y ponerse a resguardo; trata de asegurarse la exclusiva. En consecuencia, e mplea todos los medios para que la humanidad, arrastrada por la corriente, trate de resguardarse. El marxismo aprovecha el sentido de la historia y acelera con furia. La doctrina marxista, sin embargo, es ingenua. Glorifica el progreso que saciará a sus adeptos. Y el antimarxismo es pura hipocresía: loa los viejos templos mientras los saquea y aprovecha los tiempos modernos en su exclusivo provecho.
V
La fundamentación individualista está en la base del desarrollo técnico que se expresa obviamente en el hecho de que la dirección de todos los organismos, racionalmente estructurados, interdependientes los unos de los otros, se encuentra en manos de un reducido grupo de personas. Esta minoría, que no conoce otros intereses fuera de sí, ignora todo tipo de responsabilidades de orden metafísico y piensa exclusivamente en términos de conveniencia. Sus componentes conforman la función técnica del sistema económico, mientras que las masas conforman la función técnica de las máquinas que manipulan. En Des Tieres Fall (Georg Müller), la genial visión técnica del futuro de Reck-Malleczewen, el personaje Grant es un formidable símbolo de estos "señores del mundo" que la técnica ha llevado al poder. Sojuzgado por el ritmo y la fuerza de la má ;quina que ha inventado, obsesionado por la técnica al tiempo que rechaza la vida, se ha convertido en un gran constructor y en un miserable. Hecatombe de cuerpos humanos. Cantidades ingentes de sustancia biológica derrochada. Comunidad orgánica que se volatiliza. La fraternidad humana se lleva a cabo bajo la forma de un inmenso rebaño de proletarios a cuya cabeza se encuentran unos jefes con un corazón de hielo.
¿Será este el porvenir del mundo americano-europeo, del mundo occidental? El hombre occidental, armado de técnicas para someter el orden natural, deberá expiar su crimen sometiéndose a las leyes de la técnica, capaces de triturar todo atisbo de vida.
No es posible parar la ruta victoriosa de la técnica. Los pueblos "atrasados" se sitúan en una posición de dependencia, de tal modo que caen en el juego de las naciones "industrialmente más avanzadas". En estos últimos años, alguno de estos pueblos, hasta hoy "subdesarrollados", se han posicionado frente a tal estado de cosas. Los primeros en darse cuenta del peligro han sido los rusos, a los que han seguido turcos y chinos.
Dado el carácter particular de tales pueblos, la situación ha cambiado completamente, produciéndose formas de desarrollo autónomas. Estos pueblos —Rusia a la cabeza— no se limitan a imitar a Occidente. No han asimilado ni su mentalidad ni su manera de ser, haciendo abstracción de sí mismos.
Rusia, como China y Turquía, naciones relativamente jóvenes, ha entrado en contacto con la técnica. Pero el resultado ha sido sorprendente. El pueblo ruso puede aún oponer al constreñimiento de la mecanización su propio peso y una gran fuerza plástica y orgánica. No ha usado su propia sustancia viva sacrificándola al perfeccionamiento del aparato técnico. Se subordinó la técnica en lugar de hacer lo contrario. El poder de la materia orgánica reina sobre el proceso de mecanización, mostrando el camino y la meta, avanzando al mismo tiempo que se seguían las propias normas. Era un poder impregnado de la instintiva sabiduría de la sustancia biológica del pueblo ruso. Esta potencia orgánica ha sido valorada por el Estado ruso y por la autoridad que ejercita. Con mucha energía, mano firme y sin titubeos, se han hecho sólo las concesiones inevita bles al espíritu de la técnica. Ello ha traído consecuencias concretas, de forma corajuda e imperturbable, sabiendo rechazar otros aspectos negativos. El colectivismo se ha llevado a la agricultura, antes que nada, como el sacrificio que era necesario asumir, considerando los efectos revolucionarios que se derivaban de la mecanización. Este acto arbitrario, que eliminaba todo razonamiento ilusorio, permite hoy una autoridad sobre cualesquiera decisiones futuras.
Situando un poder organizativo vivo sobre toda tendencia mecánica de la técnica, la mecanización de Rusia puede llevarse a término bajo las reglas del colectivismo. El empuje individualista del espíritu técnico ha sido frenado y hecho añicos. Nada queda al arbitrio de una minoría anónima. El Estado navega viento en popa. El principio individualista de la técnica está, pues, en absoluta contradicción con la forma colectivista de la vida en Rusia. El arriesgado trabajo de los ingenieros es un buen testimonio de esta oposición. El colectivismo es la forma social que la voluntad orgánica debe adoptar si quiere afirmarse frente a la influencia mortífera de la técnica y limitarla a su mínima expresión. Rusia conservará esta forma de vida colectivista hasta que tenga suficientes reservas de fuerzas vitales capaces de poner freno a las peligrosas tenden cias de la técnica. El odio que América y Europa dispensan a Rusia es la protesta del espíritu técnico-individualista que choca contra las barreras de autodefensa orgánicas que impiden completar su labor de destrucción biológica. El mundo occidental, en su irresponsabilidad individualista, se siente afrentado y provocado por la existencia de un pueblo que se ha impuesto a través de la severa disciplina de la responsabilidad. El demonio de la técnica se siente defraudado: le hubiera gustado que la humanidad entera se inmolara a los pies de su altar. Se retuerce de rabia porque los pueblos del Este no se han puesto a su servicio, obedeciendo a su genio particular. Los sacerdotes católicos, los pastores protestantes y los apóstoles de la civilización hacen de coro a los horribles gruñidos de este demonio.
[Hespérides, primavera 1995, pp. 83-93]

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