Blogia
Identidad y Comunidad

La Colonización sutil

La colonización sutil: "American Way of Life" y Dinámica Social
Marco Tarchi

Marco Tarchi, colaborador en el Doctorado de Investigación de Ciencias Políticas de Florencia, autor de la obra Partido único y dinámica autoritaria y de numerosos artículos y ensayos, es uno de los más inquietos animadores culturales de la floreciente vida intelectual italiana: director de las revistas “Transgresioni”, (de cuyo número 3 procede el artículo que aquí presentamos) y “Diorama Letterario”, así como de la cooperativa editorial “La Rocía de Erec”, Tarchise ha distinguido en la iniciativa de reaproximar una cierta nueva derecha y una cierta nueva izquierda de cara a revitalizar el debate político y social.

“Los Estados Unidos nos han colonizado el alma”. Con esta frase, ahora célebre, el director de cine alemán Wim Wenders bautizaba hace algunos años, el estado de subordinación psicológica que hoy en día, y de forma permanente, aflige a la cultura y a las sociedades europeas frente al Gran Hermano del otro lado del Atlántico. Al pronunciarla, quizás confesaba también el propio contagio contraído por este creativo artista, con sus repetidas incursiones en el inquieto caleidoscopio de los States. Recientemente se ha hecho eco de los mismo y con mayor énfasis, su amigo y colega Werner Herzog quien, al justificar la ambientación de su último film entre los aborígenes de Australia —quienes ven amenazada la supervivencia de su identidad debido a la invasión del “modelo occidental” —ha comentado: “Me temo que en el plazo de algunos años, no quedará sobre esta tierra, otra cultura que la de los Mac Donald’s”.
El hecho de que sentencias tan implacables y sutiles hayan sido emitidas por dos maestros del cine, dos hombres del espectáculo, y no por científicos, historiadores o literatos, no debe sorprendernos, ya que ha sido apoyándose sobre el espectáculo, sobre el terreno de las imágenes, como la tarea de exportar el American Way of Life ha ganado su más enconada batalla.
Echemos la vista atrás. Han transcurrido poco más de diez años desde que, a mediados de los 70, el modelo de sociedad americana atravesara su punto más bajo de aceptación por parte de la opinión pública y de los media. Las televisiones de todo el mundo transmitían imágenes de la nada gloriosa figura del último embajador estadounidense en Saigón, del arriar la bandera, del desesperado apiñamiento de quienes intentaban salvarse como prófugos, y que eran expulsados por los marines con brutalidad. Camboya y Vietnam desaparecían del dominio estadounidense. Dos años antes, la explosión del Watergate había lacerado la hipócrita imagen de transparencia de la puritana democracia de Washington. En 1972, el dólar zozobraba hasta sus mínimos históricos en el mercado de divisas. En aquel entonces, nadie habría apostado por una rápida y fortalecedora recuperación del coloso herido.
Sin embargo, en este decenio, el proceso se ha invertido, ha cambiado íntegramente de signo, y hoy, resurgiendo de sus propias cenizas, el american dream (sueño americano), resplandece con más atractivo que nunca a los ojos del europeo medio. Pero con una diferencia significativa: los que hoy aplauden y celebran sus méritos, son los mismos que ayer pretendieron y conmemoraron frenéticamente su muerte.
Muchas veces, uno se ha preguntado el por qué de este cambio brusco, y no han faltado respuestas: reacciones patrióticas frente a la humillación militar, relanzamiento económico, desarrollo de la tecnología, nueva orientación política. Muchas hipótesis se han encontrado frente a otras tantas contradicciones, porque la América del decenio pasado ha conocido y conoce tensiones raciales y miseria, altas tasas de desocupación, fracaso de proyectos científicos como los del sector aeroespacial, escándalos y descalabros militares como los de Irán o los del Líbano. La respuesta apropiada a la cuestión es otra: la imagen norteamericana en el mundo ha recuperado su posición y capacidad de expansión gracias a su omnicomprensividad y a su impermeabilidad frente a cualquier crítica, a su hegemonismo pacientemente construido y consolidado. En el momento en el que aparentemente se derrumbaba, celebraba, en realidad, su triunfo, porque había hecho firmemente suyo “el centro” de todo proceso de comunicación. No olvidemos una cosa: la “pasión indochina” de tantos estudiantes europeos durante los años del conflicto vietnamita era, a su vez, de importación norteamericana; se trataba, más bien, de un signo de hegemonía estadounidense sobre el imaginario colectivo de sus supuestos “opositores”: de esta forma, en los albores del movimiento de Mayo del 68, se produjo un estímulo emulativo, una reacción de emulación respecto a las revueltas de los campus de Berkeley de un par de años atrás.
Puede afirmarse sin miedo a exagerar, que en el período de siglo que estamos viviendo las clases dirigentes norteamericanas han preparado cuidadosamente el ascenso de su país a la categoría de escenario ejemplar, de laboratorio experimental de modelos sociales, psicológicos y culturales para exportar a escala planetaria, en lo que les favorecería esa mentalidad universalista y niveladora que les fue legada por los fundadores Pilgrim Fathers y que ratifica la inviolable Constitución. Después de haber borrado prácticamente el recuerdo del genocidio piel roja sobre el que construyeron su poder (sirviéndose ya en esta fase del poder de la imagen, porque son pocos los instrumentos que han alcanzado la eficacia de la epopeya western, rodeando de un halo de extraordinareidad el estilo de vida norteamericano), los EE.UU. han asumido en dos ocasiones el papel de árbitros y vengadores de las injusticias sufridas en el otro hemisferio: en 1917 y en 1941. Tomaron parte en los conflictos pero se atribuyeron la pretensión —poco más o menos desde una posición de nación extranjera superior— de juzgar moralmente a sus enemigos. Enmascarando la tutela de embarazosos intereses particulares con el aparente papel de paladines; amenazando constantemente con retirarse si sus deseos no eran satisfechos (recuérdese el caso Wilson-Sociedad de las Naciones); aprovechando la debilidad de sus más temidos rivales potenciales —los europeos desangrados entre dos guerras fraticidas y la inmadurez de los países del Tercer Mundo, que seguían siendo un botín en una fase “clásica” del dominio colonial; erigiéndose, en fin, en “guías del mundo libre” creado por el duopolio por ellos querido y suscrito en Yalta, los gobernantes de la Unión de las barras y de las estrellas han conseguido hacer de América una especie de tabú con una presencia permanente y obsesiva en el primer plano de cualquier ámbito de la información.
A los ojos de América nadie es inferior, maldito o incurable. Lo que les pasa a los otros es que aun no han encontrado la única fórmula válida para la felicidad. Salvar a la humanidad de sus oscurantismos, de sus guerras, de sus revoluciones y de sus miserias es la misión de América.
Un sistema para matar los pueblos
Un dato esencial para nosotros, es que esta vocación hegemónica no se manifiesta sólo o principalmente en el plano de las relaciones internacionales. Por el contrario, el paradigma de las dependencia se ha transferido al interior de cada nación (empezando por las europeas, domesticadas con el incesante uso del calamitoso concepto de “civilización occidental”) y ha incidido profundamente en las respectivas dinámicas sociales. La idea de un mercado mundial, perseguida y promovida por una sociedad mercantil, de la que los EE.UU. son la encarnación más perfecta y refinada, no podía, efectivamente, ir separada de la de la uniformidad de comportamientos de sus clientes-consumidores potenciales, lo que estimulaba automáticamente al American Way of Life a convertirse en el standard de toda la concepción de vida colectiva, como de hecho ya ha ocurrido.
Actualmente se experimenta cierto apuro a la hora de lanzar una crítica de ese modelo existencial, de la pérdida de sentido y de gusto que la americanización ha traído consigo, a la hora de promover su caída, porque se tiene la sensación de que todo lo que se ha dicho contra este proceso ha sido en vano. A diferencia de las colonizaciones clásicas, fácilmente perceptibles por las numerosas diferencias (étnicas, lingüísticas, religiosas, incluso alimenticias o de indumentaria) existentes entre dominadores y dominados, la colonización sutil de la era norteamericana se basa en efectos de ósmosis, en la asimilación total, en un ciclo psicológico que activa en los dominados una búsqueda preventiva de bienes —materiales o inmateriales que corresponde a la oferta programada, de modo que se garantiza la credibilidad de la comedia del consenso.
Los media son la clave de este sistema, y le aseguran su estabilidad, cumpliendo, a veces, el papel de suministradores de imágenes pedagógicas ejemplares; en otras ocasiones, por el contrario, hacen las veces de válvula de escape. Los media están en el centro de esta “koiné cultural transnacional”, con núcleo irradiador en los EE.UU., como ha detallado uno de los intelectuales más perspicaces que ha recorrido un camino en absoluto insólito: desde la izquierda contestataria del 68 hasta las alabanzas al neoliberalismo occidental: Ernesto Galli de la Logia. En su ensayo Il Mondo Contemporáneo (Il Mulino, Bologna, 1982), Galli describe el semblante de este gigantesco “lobby” que detenta el monopolio de la información, de las telecomunicaciones y de otros instrumentos de la cultura de masas. En sus manos está el “imperio de la antropología y del imaginario de los hombres de la Tierra” y, gracias a ello, nuestra época se encamina hacia la “unificación cultural del mundo” (1).
Es esta una triste realidad que actualmente condiciona todos los aspectos de la dinámica social de las naciones denominadas “desarrolladas” (y que afecta, aún más insidiosamente, a la evolución de las llamadas “en vías de desarrollo”). La unificación del “imperio del imaginario” ha alcanzado una perfección tal, que sus mensajes ya no necesitan adecuación o manipulación alguna que no sea de índole lingüística, para llegar a los distintos destinatarios. Los seriales, los cómics, las películas y los spots son idénticos en todas partes, y crean en el público las mismas sensaciones. “Dallas” o “Dinastía” gozan de similares índices de aceptación en países situados en continentes distintos; el sistema para matar los pueblos denunciado por Guillaume Faye, funciona por automatismos y produce, hoy en día, un fenómeno de “subarriendo”: directores, diseñadores, técnicos publicitarios y músicos de los territorios colonizados ofrecen un nuevo estímulo al modelo, reproduciéndolo en sus territorios de forma “más auténtica que el modelo original”. De esta forma se hace posible santificar el polivalente complejo cultural “occidental”, declarándolo basado en los mismos valores vitales, desde el preciso instante en que la renuncia a la creatividad, por parte de las culturas autóctonas y la dependencia respecto a los parámetros dominantes, han acabado con todo antagonismo.
Y todo ello en lo que concierne al proceso de influencia del modelo norteamericano sobre los comportamientos sociales en el escenario “occidental”, a su reducción a forma de mercancía y a su exportación a través del ciclo de producción-publicación-distribución. Pero nuestra atención ha de fijarse en los contenidos de este modelo.
Los defensores del American Way of Life, esos intelectuales que tan ufanadamente se definen como de tendencia liberal y que se irritan ante la denuncia del “mito” del imperialismo cultural estadounidense —tildando de provincianismo toda reivindicación de autonomía nacional o continental— no cesan de asegurar que su “Tierra Prometida” goza de una variedad poliédrica y vivaz, que es más bien el “Paraíso del pluralismo”, el lugar donde cualquiera puede ser —o llegar a ser— “lo que quiera”. Lo que se les olvida decir, es que esta libertad de expresión —puesta en tela de juicio con ocasión de cualquier “eclipse” de la imagen oficial de los States para legitimar la idea de “otra América”— sólo puede dar sus frutos cuando se aplica en el interior del campo cerrado de una concepción bien determinada del hombre y del mundo, cuyos fundamentos son irrenunciables. La dialéctica entre las diversas expresiones de este monolítico paradigma, es indiscutiblemente amplia, y contiene formas que en apariencia están extremadamente en contraste: Woody Allen y John Wayne, Herny Miller y Judith Kranz, los Peanuts de Shulz y los personajes de Disney, el ascetismo progresista de Jimmy Carter y el populismo conservador de Ronald Reagan. Fuera de las coordenadas dictadas por el modelo, existe, sin embargo, el vacío, la sospecha, la marginación; como ha denunciado Soljenitsin —víctima ejemplar de este estado de cosas— existe el “corte del micrófono”, la asfixia en la lunatic fringe, el desinterés absoluto de los media, versión mórbida y contemporánea del mecanicismo orwelliano de designación de las “no-personas”. Tanto más peligrosa en la medida en que reprimiendo la diversidad sin violencia aparente, anulando toda posibilidad de vida pública sin impedir la prosecución de una existencia privada, se pone a la defensiva frente a las corrientes y ambiguas críticas al dominio autoritario.

El imperio del imaginario
El narcisismo, el culto individualista al Yo y la promoción del egoísmo social más desenfrenado, que se traduce en el imperativo del éxito (computable en dólares: “tanto tienes, tanto vales”), y en la asimilación de la relación de los otros a una insidiosa jungla de competencias exasperadas y entrecruzadas, son sólo los aspectos más superficiales del “típico” esquema de comportamiento norteamericano que el “Imperio del imaginario” se preocupa por reproducir en todos los rincones del planeta. Debajo de la reducción economicista que obsesiona a la sociedad mercantilista, subyace una labor de desarraigo sistemático de la identidad colectiva funcional, con vistas a conseguir los objetivos de una modernización capitalista cada vez más atrevida.
El proceso es complejo pero coherente. En una sociedad sin historia como la norteamericana, entregada al culto del self made man, se considera negativo todo vínculo no utilitario. La escatología secularizada del ideal de felicidad, la cancelación de la memoria y del sentido del tiempo y del espacio, a la que cada vez tienden más directamente las aplicaciones de la tecnología “avanzada”, la adopción de un estilo de relaciones impersonales y burocrático, convergen en el mismo objetivo: la total racionalización de la vida colectiva, la evacuación de las exigencias espirituales, afectivas o simplemente no-materiales dentro de la programada esfera de la vida privada. No habiendo conocido jamás, contrariamente a cualquier otra cultura del mundo, una fase comunitaria —habiéndola, por el contrario, rechazado desde el comienzo de su creación como un “defecto de origen” de Europa, respecto a la cual los primeros colonos quisieron marcar la mayor distancia posible—, la Way of Life del otro lado del Atlántico no considera como motivo de interés a los grupos primarios, no concibe la noción de Pueblo (para la cual su idioma no posee ni tan siquiera un término específico: el pueblo y la gente son la misma cosa...), no basa su confrontación social en la selección de valores, sino exclusivamente en conflictos de intereses, susceptibles de mediaciones y manipulaciones continuas.
Una sociedad de individuos privados de todo sentido de solidaridad, que no sea aquel que produzcan las convergencias ocasionales de los hechos expuestos en una crónica (consumidos y reemplazados a un ritmo continuo), es, en efecto, la más funcional desde una concepción de la vida pública como un inmenso mercado, que las ciencias sociales americanas con sus técnicas cuantitativas, desde hace al menos treinta años, se esfuerzan por imponer a las élites intelectuales de cada país (mientras el aparato multimedia y económico gestionado por las multinacionales del capital estadounidense, se encarga de vender la versión vulgarizada a las masas europeas, asiáticas, africanas o latinoamericanas).
En cualquier caso, no debe creerse que los instrumentos empleados para transportar esta óptica antropológica al plano de la realidad, se restrinjan sólo al ámbito de la cultura en sentido estricto, y al de la sugestión publicitaria; el proyecto se desarrolla sistemáticamente, y con el concurso de las más variadas disciplinas. Entre éstas, juega un papel de primera importancia la urbanística, que priva a las ciudades “modernas” de un centro, y que sustituye los tradicionales lugares de reunión —como las plazas—, con las arterias más “funcionales” y fluidas para el tránsito humano. Los interminables boulevards de Los Ángeles son un lugar de llegada, pero no debe pensarse que la “lógica” occidental se descuide en Europa: ya es un hecho corrientemente constatado, el ver los centros de las mayores ciudades europeas desprovistas de todo hábitat “habitable” e invadidas por sedes de oficinas y servicios; el desalojo de ese antiguo recinto urbano coincide con la irrupción de las ciudades satélites periféricas, cada vez más anónimas y mercantilistas, donde la familia mononuclea celebra su forzado y melancólico triunfo. La destrucción de la red de vínculos interpersonales ajenos a la esfera del contrato social, se completa así.
Privado de toda vinculación y, por el contrario, agobiado por una pluripertenencia basada en lealtades entrecruzadas y frecuentemente contradictorias (a la profesión, a la Iglesia, a un partido, a una serie de grupos de intereses, a asociaciones del tiempo libre, etc.), que le imposibilita al hombre cualquier identidad bien definida, el individuo-tipo del American Way of Life es el destinatario ideal del mensaje homogeneizador. El único recurso que le queda para distinguirse, para no caer en la marginación, es el de homologarse, el de seguir las pautas del modelo, aprovechándose de los canales obligados de la movilidad social, sintiéndose, siempre y necesariamente, cada vez más sólo en la lucha con todos sus semejantes y potenciales competidores.
El auténtico enemigo de este modelo, a menudo definido como igualitario, no es la disparidad de condiciones sociales —por el contrario, éstas, al asegurar el mecanismo de satisfacciones simbólicas y psicológicas vinculadas a una movilidad ascendente, le son esenciales—, sino la especificidad, la irreductibilidad a lo idéntico, la alteridad respecto a los standards que el sistema ha legitimado. Esto explica por qué la empresa de colonización cultural norteamericana confía, en sus ejemplares mensajes, en la figura del héroe solitario, de la que Rocky o Rambo son las últimas o más eficaces (en la medida en que son rudas) encarnaciones: el hombre solo cuya situación en un determinado contexto de relaciones es puramente casual.
Este es el tipo humano que está captando por otra y gracia del “Imperio del imaginario”, el favor de las jóvenes generaciones europeas, asiáticas, africanas y latinoamericanas. El hecho de que su éxito haya sido fomentado desde tan lejos, ha llevado a pensar a algunos comentaristas de lo que ha sido denunciado como el “mal americano”, que en realidad se trata un “mal europeo”, o de ámbitos culturales y humanos que empiezan a manifestar sus primeros síntomas; que lo que se quiere considerar como una insidiosa colonización con fines hegemonistas, no es en realidad, sino una autocolonización a la cual recurrirían culturas embotadas y agotadas, para asegurarse una continuidad y un porvenir.

Lucha por la identidad
Indudablemente, esta observación tiene algo de cierto, ya que el nivel de creatividad cultural y de originalidad de los modelos sociales de áreas como la europea, marcan la pauta frente a la agresiva competencia made in USA, y raramente oponen resistencia a los invasores. La fuerza de sugestión del American Way of Life posee, sin embargo, bien poco de la vitalidad bárbara que fue fatal para los Imperios de la Antigüedad: se trata, más bien, del resultado de una obra de condicionamiento planificada y cerebral, que basa su propia fuerza en la marginación sistemática de los competidores potenciales y en la repetición obsesiva de la Leitmotiv. En este caso, la responsabilidad primaria de las clases dirigentes políticas y económicas del complejo “occidental” no puede ser denunciada, porque de su abdicación en todos los campos (desde la educación a la política social, desde la formación de la conciencia cívica hasta la producción cultural de cualquier sector: cinematográfico, radiotelevisivo, editorial, musical, artístico, etc.) deriva, en gran parte, el malestar actual.
Por consiguiente, ¿está perdida la partida? ¿Tenemos que aceptar por tiempo indefinido, un condicionamiento a través del modelo norteamericano, de todas las formas de nuestra dinámica social, y acoger el dominio colonial de la “koiné internacional” como el menor de los males?
Decididamente, pensamos que no; y, por el contrario, consideramos que algunos signos confortantes de renovación y de evolución de la dinámica social se están manifestando en Europa y en otros lugares. Signos consistentes, si bien a veces contradictorios y difíciles de interpretar. Para centrarnos en la realidad europea, que es la que nos afecta de más cerca, podemos constatar, al igual que los sociólogos más avisados, el avance de una sensibilidad de masas, especialmente entre las jóvenes generaciones, en torno a los temas relativos a la “calidad de vida”, (lo que equivale a decir a la dimensión cualitativa de la vida individual y colectiva). Aquellos a los que se ha convenido en llamar “mundos vitales” (un espectro bastante vasto de “nuevos movimientos”, que abarca las Bürgerinitiativen y las iniciativas regionalistas y de defensa de las especificidades étnicas y lingüísticas, la ecología, el neutralismo y el pacifismo, las formas de renacimiento de la atención por lo sagrado y las corrientes de pensamiento con vocación metapolítica), expresan toda una necesidad de comunidad que, aunque sea de manera un tanto confusa, constituye un indicio de una inversión decisiva de la tendencia respecto a los paradigmas de la sociedad mercantil.
Hay que dirigir la más viva atención hacia estos “mundos vitales”, porque a ellos se vincula la esperanza de un retorno de los valores en el centro de la dinámica social, en sustitución de los intereses que hoy nos tiranizan. Sobre todo, debe favorecerse la discusión más abierta y continua posible, con el fin de evitar cualquier repliegue puramente defensivo hacia temáticas particulares, o la caída en la trampa del folklorismo. En efecto, es cierto que su equilibrio inestable les expone a diversos riesgos, debido a una precaria capacidad para institucionalizarse y a la todavía reciente manifestación de su polo de agregación.
Un primer peligro acecha más de cerca de aquellos movimientos que tienen como motivación principal una movilización de las masas en apoyo de una única y determinada causa: el hogar, la ecología, el uso del idioma, la reivindicación regionalista, etc... Ese peligro es que tienden a cristalizarse en torno a este único problema, y a convertirlo en un obsesivo leitmotiv, incapaz de ser conjugado con aspiraciones de miras más elevadas; así, estos one issue movements, pueden terminar transformándose en catalizadores de comportamientos egoístas y convergiendo en la oleada de sectorialismos que afecta a las sociedades complejas, como factor de disgregación de la identidad colectiva. Un clásico recurso de manipulación de las clases políticas occidentales es el que tiende a reducir las exigencias de valores que no se pueden expresar sintéticamente, a cambio de un movimiento de rebelión cultural (en sentido antropológico) en aras de intereses materiales que son tratados a través de los procedimientos normales de los que dispone cualquier sistema, y que por ello resultan compatibles con un proyecto de colonización sutil. Todo nuevo asunto político suscitado por el “malestar de la modernidad”, tiene ante sí dos caminos: uno el que conduce a la creación de un polo de representación más dinámico y móvil que el manifestado por el subsistema de partidos, capaz de competir con ellos, y de ahondar en la deslegitimación en nombre a una reconquista del derecho-deber a la participación política popular; y el otro, el encerrarse entre los límites utilitaristas del grupo de presión.

Postmaterialismo y antimodernismo
No por casualidad, algunos exponentes de la sociología norteamericana, han intentado reducir el florecimiento de los “mundos vitales” al simple indicio de una “revuelta contra la modernidad”, ligada a imágenes neorrománticas y precapitalistas, a una suerte de nostalgia conservadora por un mundo en decadencia, en lugar de reconocerle el profundo y motivado rechazo de esa inclinación universal de las civilizaciones hacia el monomodelo norteamericano- Seymour Martín Lipset, en una reciente obra en colaboración con otros autores, y titulada de forma significativa Los límites de la democracia (2) ha reunido dentro de una única categoría constituida, a su entender, por movimientos políticos que tienden “a una visión romántica de la armonía, de la comunidad, de la simplicidad y del orden de un mundo perdido desde hace tiempo”, todo el frente del “postmaterialismo”, incurriendo en una paradoja. Convencido de encontrarse frente a “movimientos de derecha, es decir, conservadores”, comprometidos en la reacción contra los éxitos secularizantes de la modernización, Lipset ha comenzado por señalar entre los artífices de este alzamiento de escudos, a las fuerzas “nostálgicas” y a la Nueva Derecha pero todas las tentativas por dar consistencia a sus hipótesis, le han llevado a enfrentarse con temas de la “nueva izquierda postmaterialista”: “movimientos regionales étnicos por una parte, y (...) movimientos antitecnocráticos por otra, (ecologistas, grupos contra la energía nuclear, feministas y numerosos grupos que se ocupan de un único problema)” (3), y se han atraído las críticas de Archille Ardigó, que, en las experiencias de movilización política no institucionalizadas, ve una alternativa no destructiva a una democracia absorbida por la lógica del mercado tan a fondo, que no tolera “insurgencias de una búsqueda de sentido” (4).
Difundida entre “sectores de alta escolarización”, la propuesta de una nueva política con gran capacidad de identificación que aclare la travesía de las lógicas de formación ligadas a los esquemas mentales de la postguerra, prefigura las “nuevas síntesis” que siempre necesita una cultura caída en el dogmatismo (5). Reducir un fenómeno tan vasto e inquietante a explosiones de conservadurismo, o limitarse a afirmar, como lo hace Lipset, que la consecuencia más evidente de la “oleada antimodernista” que ha abatido en el último decenio a los sistemas políticos occidentales “ha sido la de reducir el vínculo existente entre la clase social y la adhesión a políticas de izquierdas o de derecha”, significa no comprender el alcance, por lo menos potencial, del proceso desencadenado por esos nuevos temas políticos que no se adecuan al supuesto racionalista-utilitario de las formas institucionales de la vida pública.
La enseñanza que se puede extraer de todo este gran acontecimiento, aún no totalmente comprendido por muchos observadores, pero ya en adelantada fase de desarrollo, es, providencialmente (y coincidiendo con la crisis que la imagen de América sufrió en el mundo a mediados de los años setenta), las ilusiones del marxismo cultivadas por la intelligentzia se hicieron añicos, la cultura liberal se puso a patrullar por los confines de los territorios europeos del imperio de las barras y de las estrellas obrando —no siempre con mala fe— como una verdadera y única “quinta columna”. Frente a ella, el período de la “nueva política” puede contraponer el frente —abigarrado en sus expectativas pero solidario—, en el espíritu de la acción, un no-conformismo que, superando los esquemas inactuales de la oposición derecha-izquierda, rompa la hegemonía del modelo occidental. El emblema unificador de este vasto espectro de fuerzas podrá ser la noción de especificidad de los pueblos y de las culturas, en torno a los cuales adquiere vigor el ideal de una solidaridad orgánica y dinámica de los miembros de una colectividad, en contraposición a los mitos del individualismo egoísta.
El problema, para quien desee combatir el proyecto de homologación implícito en la colonización sutil que, hoy en día, están padeciendo todos los países de “tercera categoría” con relación a los dos Grandes sistemas de Yalta, no es pues el de desencadenar una caza de brujas contra un país (los EE.UU.) o contra una cultura (la norteamericana) o el de condenar en bloque sus manifestaciones en nombre de un nuevo maniqueísmo. En vez de esto, se trata de detener la hegemonía, de bloquear los recursos de dominio, de disminuir la conquista sofocante de “otras” culturas. Y esto sólo sucederá cuando la causa del derecho de los pueblos haya despertado en las conciencias la atención que merece.
Trad.: Manuel Domingo y Á. Castro de la Puente.

Notas:
(1) Cfr. La entrevista concedida por Galli della Logia a Alessandro Campi y publicada en ELEMENTI, año II, nº 3/6, mayo-diciembre 1983 con el título “No, propio non esiste il vostro “male americano”, pp. 28.32, donde los temas que indicamos son planteados nuevamente y desarrollados con mayor amplitud. Cfr. También, en el mismo fascículo, pp. 33-37, la réplica de Piero Visani, “Siamo spiacenti, ma l’America è un ‘altra cosa”.
(2) Ricardo Scartezzini, Luis Germani, Roberto Gritti, I limiti della democracia, Liguori, Nápoles, 1985. La intervención de Lipset, titulada “La rivolta contro la modernità”, está en las pp. 117-157.
(3) La cita en Lipset, op. cit. pág. 133, remite a W. Zaph “Political and Social Strains in Europe Today”, manuscrito no publicado que se encuentra en el Departamento de Sociología de la Universidad de Mannheim.
(4) Cfr. Achille Ardigó, “A proposito della rivolta contro la modernità: un ritorno depotenziato?”, en I limiti della democracia, cit., pág. 169. Hemos tratado más ampliamente la obra en el informe publicado en DIORAMA LETTERARIO, nº 98 noviembre 1986, pp. 9-11.
(5) Cfr. nuestras intervenciones en la discusión, entre las cuáles “Quando Schmitt encuentra a Karl Marx”, en ELEMENTI nueva serie, año I, nº 1, noviembre-diciembre 1982, pp. 6-8, “Passagio a Nord Ovest”, ibidem, año II, nº 1, enero-febrero, 1983, pp. 4-7: “Quando lo Stato è sotto tiro”, ibidem, año II, nº 2, marzo-abril, 1983, pp. 18-22 y sobre todo “Dinamica della trasgresione: dal “nè destra né sinistra” all’ “e destra e sinistra””, en TRASGRESSIONI, nº 1, mayo-agosto 1986, pp. 5-24 r.

0 comentarios