Televisión, ¿arte de usar y tirar?
José Javier Esparza
El Forum Deusto ha organizado este ciclo de intervenciones bajo un título muy sugestivo: arte y parte en la sociedad del espectáculo. Y, ciertamente, pocas formas de comunicación hay más vinculadas a la sociedad del espectáculo que la televisión, puesto que es precisamente la televisión la que garantiza la permanente puesta en escena de la sociedad ante sí misma. La sociedad-espectáculo sería impensable sin la televisión; la televisión no tendría gran sentido, tal y como la conocemos, fuera de una sociedad del espectáculo.
Ahora bien, la televisión no es sólo un espejo, ni tampoco es sólo un medio de comunicación, sino que por sus características técnicas y por el proceso de producción de sus mensajes puede también ser concebida como una forma de arte, de creación. La cuestión que yo quisiera discutir con ustedes no es a qué podemos llamar "arte" y a que podemos llamar más bien "técnica"; ese tipo de discusiones entra ya en el terreno de lo bizantino, a pesar de lo cual todos podemos ponernos de acuerdo en que el Partenón de Atenas es arte y en que una vivienda de protección oficial, normalmente, no lo es. No, la cuestión que yo quisiera plantearles a ustedes es más bien esta otra: en el entorno de la sociedad del espectáculo, un entorno donde la televisión es protagonista, ¿qué posibilidades le quedan abiertas al medio televisivo como creación, como arte de comunicación? ¿Es posible hacer arte desde la televisión? En sus líneas básicas, la producción televisiva difiere poco de la cinematográfica. Sin embargo, ¿por qué todos estamos dispuestos a considerar que el cine es un arte y, por el contrario, pocos defenderán que la televisión también lo es? ¿Acaso será por la condición esencialmente efímera de sus productos? ¿Es la televisión un arte de usar y tirar? Pero si la televisión es el medio por antonomasia de la sociedad del espectáculo, ¿estaríamos viviendo entonces en una sociedad de usar y tirar? ¿Y eso no es una forma institucionalizada de nihilismo? ¿Es entonces la televisión aquella forma artística que correspondería al nihilismo colectivo? ¿Y puede no serlo? ¿Puede aspirar la televisión a crear una forma propia de arte que apunte a perdurar? ¿Y no es eso contradictorio con los propios fundamentos de la sociedad del espectáculo? En fin, de esto se trata.
¿Qué es la "sociedad del espectáculo"? El lugar del arte.
Empecemos, si ustedes me lo permiten, por el principio: la sociedad del espectáculo. Porque esta fórmula, "sociedad del espectáculo", resume muy bien, a mi juicio, el tipo de sociedad en que vivimos; al menos, en una de sus dimensiones. No diría yo que nuestra sociedad pueda ser definida exclusivamente como "sociedad del espectáculo": podemos definirla también como "sociedad de mercado", en la medida en que no cabe ya imaginar ni un solo sector de la actividad social que escape a la regla de la transacción y a las leyes de la oferta y la demanda; igualmente podríamos definirla como "sociedad del conocimiento", en la medida en que nunca había habido tanta cantidad de información a disposición de tanta cantidad de gente (otra cosa es la calidad de esa información, pero eso no refuta el empleo de la susodicha etiqueta); del mismo modo, nuestra sociedad podría ser definida como "sociedad de la opinión", porque nunca había sido tan determinante la cantidad de asentimiento ciudadano para guiar el proceso de la decisión en los asuntos públicos. Pues bien: nuestra sociedad, además de una sociedad de mercado, del conocimiento, de la opinión y de otras muchas cosas más, es también una sociedad del espectáculo, tal y como previó, hará pronto cuarenta años, el "situacionista" francés Guy Débord.
¿Por qué nuestra sociedad es una sociedad del espectáculo?
Porque vivimos en una sociedad en la que la puesta en escena se ha convertido en principio rector de todas las cosas de la vida, y especialmente de la vida pública. La sociedad del espectáculo es aquella en la que el grado de poder o de influencia (o simplemente, de existencia) de personas, grupos o acontecimientos viene determinado por su capacidad para convertirse en espectáculo. En este tipo de sociedad, estrechamente ligado a la aparición de los grandes medios de comunicación audiovisuales, una persona o un hecho sólo cobran auténtica existencia (existencia social) si logran presentarse como espectáculo, como puesta en escena, como acontecimiento. Por eso a nadie –sea una empresa, sea un partido político, sea un escritor- se le ocurre salir a la palestra pública sin una previa estrategia comunicativa. Y también por eso los actores y los showmen televisivos han ocupado el lugar de los intelectuales en la plaza pública –algo que Débord no previó-, mientras los políticos prestan una atención ya no instrumental, sino prioritaria, a la escenificación del poder –o del contrapoder.
La sociedad del espectáculo está íntimamente ligada a la dinámica del mercado, que viene a ser su motor colectivo. Continuamente pasan ante los ojos de los ciudadanos-espectadores nuevas atracciones que desfilan a golpe de talonario. Nadie que hoy aspire verdaderamente al poder puede dejar de poner su óbolo en los platos del dinero y de la comunicación de masas, que se han convertido en fuerzas no sólo autónomas, sino también ajenas al control colectivo, porque ya no hay contrapoder que compense su influencia. Y esta dinámica se ha apoderado también del arte: hoy no hay exhibición artística que no quepa ser concebida como espectáculo en el sentido más estricto del término. Ya no se trata de que la obra sea expuesta para que el espectador la mire; lo que prevalece ahora es la organización de exposiciones con capacidad de convocatoria pública, y las obras se someten a ese imperativo.
Esta es una de las razones por las cuales la obra de arte ha ido derivando hacia el concepto de "instalación" o de "performance": el protagonista ya no es la obra, la creación concreta, material, ese objeto, sino que ahora el protagonismo es para su puesta en escena, para la exhibición pública.
Hace pocos años, un artista mejicano –me disculparán que no recuerde el nombre: a veces la capacidad de olvido es un mecanismo de defensa; incluso puede que ni siquiera fuera mejicano- había concebido la idea de hacer que cien indigentes degollaran otros tantos pollos vivos frente al estanque del Retiro, en Madrid. Eso formaba parte de la programación de un conocido centro de arte de la capital. Creo que es un perfecto ejemplo de lo que aquí estoy defendiendo: el objetivo de este género de manifestaciones –y todos ustedes saben que no se trata de un caso aislado- no es mostrar un objeto, sino organizar una puesta en escena. Y cuanto más exitosa sea la puesta en escena, esto es, cuanto más público atraiga el espectáculo, más fácil le resultará al "artista" encontrar sponsor para su próxima manifestación.
Sinteticémoslo en la siguiente fórmula: en la sociedad del espectáculo, el arte deja de reposar sobre el objeto artístico para pasar a hacerlo sobre la exhibición, sobre la puesta en escena, al margen del objeto expuesto e incluso sin que sea necesario que éste exista –un contenedor vacío también es exhibición, y también tenemos ejemplos recientes de ello.
He puesto deliberadamente ejemplos extremos para hacer más gráfica mi idea sobre cuál es el lugar del arte en la sociedad del espectáculo. Vemos que se trata de un lugar, por así decirlo, acosado –acosado por la propia obligación de dar espectáculo.
Pero esto no quiere decir que la sociedad del espectáculo sea incapaz de generar un arte propio que, además, suscite la aprobación estética de la mayoría de las personas. Creo que el ejemplo eminente es el cine. El cine es la matriz artística específica de la sociedad del espectáculo. Y por este camino llegaremos a interpelar a la televisión como arte singular.
El cine como arte propio de la sociedad del espectáculo
Permítanme antes una consideración previa. La sociedad del espectáculo, para existir como tal, exige la previa satisfacción de un requisito técnico ineludible: la posibilidad de llegar a las masas. Las "masas" no quiere decir "mucha gente", ni tampoco "gente muy bruta", sino que aquí entendemos este término en el sentido que le ha dado la tradición sociológica: un tipo de público indiferenciado y anónimo, equivalente en cualquier parte, con independencia de su estatuto cultural o social, también al margen de sus aspiraciones individuales. Hay una sociedad de masas allá donde es posible representarse el cuerpo social como un todo homogéneo, anónimo e indistinto. Ya sabemos que las sociedades occidentales se fueron convirtiendo en sociedades de masas entre mediados y finales del siglo XIX, y que el proceso de industrialización terminó consagrando el concepto a lo largo del siglo XX, en la medida en que su resultado fue la homogeneidad de las características culturales, sociales, religiosas, políticas y económicas de las sociedades modernas. Pues bien: es justamente esa sociedad de masas la que reclama un tipo concreto de espectáculo, un tipo nuevo de puesta en escena.
Un espectáculo cortesano al estilo de la Francia o la España del siglo XVII, por ejemplo, no era propio de la sociedad del espectáculo, ni tampoco de la sociedad de masas: cuando la corte barroca pone en escena el orden social a través de una compleja matemática coreográfica, lo que está haciendo es proveerse de un discurso estético propio, autónomo, de afirmación de sí misma. El pueblo que lo ve a través de los barrotes del jardín regio puede disfrutar con el espectáculo, como disfruta cuando el lujo de la carroza real surca las calles, pero sigue siendo una escenografía autosuficiente. Y lo mismo ocurre cuando la fiesta no es cortesana, sino abierta al pueblo, como sucedía en la fiesta cívica popular o en el rito religioso del barroco. Para empezar, estos espectáculos acontecen de una sola vez, no son puestas en escena permanentes; además, corresponden a unas coordenadas sociales y culturales muy específicas, incardinadas en una comunidad concreta, no en una sociedad universal e indiferenciada. Quiero decir con esto que el espectáculo social no es lo mismo que la sociedad del espectáculo. Y que una sociedad del espectáculo requiere como paso previo que sea técnicamente posible servir espectáculo a todo el mundo y en todo momento; que no pare la música.
En efecto, el tipo de espectáculo que corresponde a la sociedad de masas es distinto del espectáculo social clásico. Ante todo, exige que sea extensible al mayor número posible de personas. Y eso requiere, a su vez, que existan medios técnicos de reproducción masiva, lo cual es una novedad de primer orden en la historia de la cultura. Hay un texto clásico de Walter Benjamin sobre este asunto: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. La cuestión es esta: desde el momento en que la obra de arte pasa a reproducirse masivamente (por ejemplo, a través de la fotografía), su impacto gana en extensión y pierde en profundidad. "El aura de la obra de arte se atrofia", dice Benjamin. Así, por ejemplo, podemos imaginar la conmoción de un ciudadano del siglo XVIII ante la visión de un Cristo de Mena, visión que seguramente ha ido precedida de un largo viaje en busca de esa talla; pero, inversamente, conocemos bien la familiaridad, incluso la indiferencia de cualquiera de nuestros conciudadanos ante los cientos de miles de estampitas que reproducen hoy ese mismo Cristo. Pues bien, lo mismo ocurre con el espectáculo artístico: ha entrado en la época de la reproductibilidad técnica. Así el espectáculo de viejo estilo –por ejemplo, el teatro- pierde ascendiente en beneficio de otro género de espectáculo ya expresamente concebido para ser reproducido técnicamente. Es el caso del cine.
Walter Benjamin decía que el cine es la manifestación por excelencia del arte en la época de su reproductibilidad técnica. Nosotros diremos aquí, y por las mismas razones, que el cine es la disciplina artística más específica de la sociedad de masas y de la sociedad del espectáculo. Una película puede ser reproducida y vista tantas veces como uno desee y ante tantas personas como se quiera, tanto más desde el momento en que hay soportes nuevos que multiplican hasta el infinito su reproductibilidad. Además, en su propio proceso de elaboración entran ya las exigencias de la sociedad de masas, porque se trata de historias concebidas para un público universal, homogéneo e indiferenciado. Pero, ojo, no por ello deja de ser arte. Digo más: creo que es la forma contemporánea de arte por antonomasia.
Casi todo el mundo está de acuerdo en que el cine es un arte. El séptimo arte. Y, en tanto que arte, una de sus principales virtudes reside en que el soporte de la imagen móvil sonora permite integrar muy diversas disciplinas artísticas. Por ejemplo, en el gran cine encontramos aquella composición de imágenes y de colores que constituye la médula de la pintura; no es un azar que grandes maestros del cine como Kurosawa pintaran antes sus encuadres como acuarelas destinadas a cobrar movimiento, y esa es también la razón por la cual un buen director de fotografía resulta esencial para una película, en la medida en que sabrá incorporar adecuadamente imagen y color al soporte físico correspondiente. Pero encontramos también en el cine el esfuerzo escenográfico del teatro, que crea un espacio destinado no sólo a ser marco de una acción, sino también a comunicar al espectador un sentimiento permanente. Encontramos igualmente, desde luego, la voluntad narrativa de la literatura bajo una forma técnica específica que es el guión, esto es, el relato adaptado al lenguaje cinematográfico. Y encontramos, por supuesto, la música; aunque sea un asunto sujeto a discusión, somos muchos los que pensamos que la gran música contemporánea, la que alcanza a comunicar plenamente belleza al oyente, está precisamente en el cine, y basta pensar en las partituras de John Barry (Memorias de África, Bailando con lobos, Cotton club), Randy Edelman (El último mohicano) o la de Jean-Claude Petit para el Cyrano de Rappenau.
De manera que, en muchos sentidos, el cine es el soporte más adecuado para la obra de arte total en la edad contemporánea, del mismo modo que en el siglo anterior, para Wagner, lo había sido la ópera. Eso no quiere decir que cualquier película consiga el propósito: el talento sigue siendo un requisito indispensable. Pero esto sí quiere decir que, hoy, la cantidad de medios y recursos que está a disposición del creador facilita el camino.
Con todo esto quiero subrayar, muy particularmente, que el soporte de la imagen móvil, a pesar de lo que sostiene un cierto discurso nostálgico, no está reñido con el concepto clásico de arte, sino todo lo contrario: ofrece una plataforma material excelente para empujar la comunicación artística hasta donde el talento del cineasta sea capaz de escalar. Si películas como Blade Runner, de Ridley Scott, pueden convertirse en "películas de culto" es justamente por su capacidad para comunicar plásticamente imágenes y sentimientos con una profundidad insuperable. Pongo este ejemplo a título personal, pero cualquiera de ustedes podrá aportar sus propios ejemplos. Naturalmente, como ocurre en todas las artes, también en el cine hay obras menores, composiciones destinadas a satisfacer un rápido consumo, y no faltan las obras deleznables, aquellas que podemos considerar como urgentemente prescindibles. Esto, en todo caso, no afecta al cine como soporte artístico: todos estamos de acuerdo en que hay un cine que merece el calificativo de gran arte y otro que, aunque técnicamente sea arte, no merece mayor consideración. Pero ese mal cine no es peor que cualquiera de las miles de novelas olvidadas e ignoradas del siglo XIX a cuyos oscuros autores nadie recuerda ya. La existencia de obras frustradas no refuta la cualidad de una disciplina artística.
Recapitulemos: ya hemos visto que estamos en una sociedad del espectáculo, que esa sociedad genera su propio tipo de arte y que ese tipo específico de arte es el cine o, más extensamente, la imagen móvil sonora como plataforma de expresión. Vayamos ahora a un desarrollo lógico de estos planteamientos: el papel que la televisión ocupa en este nueva época del arte.
El problema de la televisión
En la televisión, en principio, debería regir el mismo criterio técnico que en el cine: su soporte es también la imagen móvil sonora; su principio técnico es el mismo que el del cine, aunque sean diferentes los procesos de elaboración de la obra. Nada impide, en fin, que el creador de productos para la televisión derrame su talento en la composición plástica de imágenes y colores, en la creación de espacios habitados por la matemática de la escenografía, en la confección narrativa del guión televisivo, en la música que acentúa y subraya la comunicación entre el autor y el espectador. Y sin embargo, ¿por qué apenas somos capaces de recordar una sola obra televisiva de la que sea posible decir que es una obra de arte? Haciendo memoria, en nuestro país podríamos rescatar algunos títulos, muy pocos. Por ejemplo: La cabina, de Antonio Mercero. Nadie negará que La cabina, por la profundidad de su relato, por la interpretación de los actores y por el sugestivo carácter de su puesta en escena es una obra de arte.
Citemos otro ejemplo muy reciente: la versión de Escrivá sobre Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez. ¿Pero esto es propiamente televisión, o es más bien cine –cine en pequeño formato? Para el espectador, la diferencia es prácticamente inapreciable. Y para el autor, tampoco es una diferencia decisiva. Este obstáculo lógico lo vamos a encontrar permanentemente en el terreno de los telefilmes, las TV movies, las películas para televisión: desde un punto de vista estético, es difícil tomar pie en estas obras para decidir de manera nítida que la televisión es arte. Y sin embargo, es el único ejemplo claro de arte en la televisión.
El panorama se hace más negro si uno enciende la televisión a cualquier hora del día. Veremos puestas en escena estrepitosas de sujetos que se gritan atrocidades para solaz del público, veremos espacios de carácter informativo que convierten en espectáculo la vida (y, más frecuentemente, la muerte) de los puntos más alejados del planeta, veremos relatos cuya profundidad o cuya elaboración apenas alcanza el grosor de un cabello… Veremos, en fin, un montón de cosas que, ciertamente, no sólo no son arte, sino que, además, difícilmente podrían serlo. ¿Es posible hacer arte en un informativo? Esta pregunta recuerda aquellos chistes sobre la imposibilidad de bailar la música del telediario. Y sin embargo, nadie negará que en toda puesta en escena narrativa, incluso si se trata de un reality-show, pueden comparecer elementos propiamente artísticos. ¿Por qué no somos capaces de reconocerlos en la mayor parte de la producción televisiva?
Bien: de entrada, hay que señalar que nunca es bueno pedirle peras al olmo. Y es que la mayor parte de la producción televisiva no se contempla a sí misma como una obra de arte. Por así decirlo, la dimensión artística no entra en el orden prioridades de un realizador, de un guionista, de un director o de un periodista en la mayor parte de los productos televisivos. Esto es así porque la televisión no es tanto un arte como una técnica –una técnica puesta al servicio de diferentes formas de comunicación, entre las cuales puede figurar la comunicación artística, o puede que no. Lo veremos mejor si mantenemos la comparación con el cine.
Inicialmente, en efecto, el cine tampoco era tanto un arte como una técnica puesta al servicio de una forma de comunicación: las primeras películas son simples retratos de escenas costumbristas, una cámara que se quedaba abierta ante el mundo y grababa directamente lo que allí aconteciera, como hoy haríamos con nuestra cámara doméstica de vídeo. No es hasta los años veinte del siglo pasado cuando podemos empezar a hablar de vocación artística de la cinematografía, y eso sin perder de vista que la mayor parte de la producción de la época son historietas de carácter cómico. Por otro lado, el cine seguirá siendo hasta los años cuarenta una técnica puesta al servicio del género informativo o del género documental. Algunas piezas de estos géneros pueden ser consideradas propiamente como obras de arte por su concepción, por sus aspiraciones y por su confección –esa fue, por ejemplo, la gran aportación de Leni Riefenstahl al cine documental-, pero la inmensa mayoría de estas obras no difieren mucho, desde el punto de vista de su cualidad estética, de un reportaje periodístico con imágenes en movimiento. El cine empezó a ser considerado un arte cuando tuvo expresamente tal vocación: nombres como Renoir o Clair son decisivos en este aspecto. Y así el cine, aunque siguió siendo una técnica de comunicación informativa hasta muy entrado el siglo XX, pudo legítimamente reivindicar para sí, al mismo tiempo, el estatuto de séptimo arte.
La televisión no es un género, sino una técnica.
Pues bien, el camino de la televisión es semejante, pero con la importante salvedad de que aún no ha reivindicado título alguno, sino que, por el contrario, sigue considerándose a sí misma, ante todo, como un soporte técnico: el soporte de la visión a distancia. En este sentido, cuando hablamos de producción televisiva estamos englobando bajo un solo epígrafe a una multitud de géneros que, en realidad, poco tienen que ver entre sí.
Es televisión, evidentemente, la información en imágenes: los informativos, los "telediarios", son televisión en estado puro, pero, desde el punto de vista de su concepción, están sometidos a unas leyes que son las mismas de la información en general, la que leemos en los periódicos o escuchamos en la radio. El espacio que la televisión informativa deja a quien quiera hacer "arte" es sumamente reducido: no va más allá de la pulcritud en la redacción de los textos y de la creatividad en el montaje de las imágenes. El espacio para la creatividad se amplía cuando hablamos de la información en gran formato: el género documental, también cuando se trata de programas divulgativos.
Aquí el realizador puede permitirse lujos que son propiamente artísticos. Sin embargo, el concepto de este tipo de televisión no es en modo alguno artístico: la elaboración del mensaje está subordinada a su objetivo informativo o divulgativo. Alguno de esos mensajes puede alcanzar cumbres estéticas ciertamente estimables, pero nadie aceptaría un programa divulgativo que sacrifique esa finalidad, su finalidad, a la mayor belleza de la composición. Y no hay más.
También es televisión el programa de simple entretenimiento. Pero tampoco es arte. En esta familia encontramos, por ejemplo, el socorrido espectáculo de variedades apuntalado sobre las actuaciones de intérpretes de la canción o de cualquier otra disciplina. Como ocurre en el género informativo, aquí el campo para la creatividad artística del profesional de la tele es limitadísimo: no va más allá de una realización vistosa. Más aún: en este género, la autonomía de la televisión como lenguaje específico queda enteramente subordinada a un lenguaje principal que es el del artista que actúa, el cantante que ejecuta sus números sobre el escenario, por ejemplo. Conste que, con frecuencia, detrás de las cámaras encontramos a profesionales de excepcional valor, gentes que aplican a su función técnica –una función, por otro lado, en absoluto sencilla- una maestría verdaderamente encomiable. Bajo ningún concepto quisiera que de mis palabras pudiera nadie deducir un menosprecio cualitativo a ese trabajo.
Sencillamente, sostengo que eso no es arte –porque está sometido a una finalidad cuyo criterio rector no es nunca la creación. Y el mismo criterio cabe aplicar a todos aquellos programas cuya función es poner en escena la realidad social más cotidiana a través del debate, la tertulia o, simplemente, el ruido: no hay en ellos espacio para voluntad artística alguna.
Sin salir del género del entretenimiento, en los últimos años hemos asistido al surgimiento de un subgénero nuevo: la creación, desde la televisión, de mundos autónomos, ajenos a la realidad física exterior, ajenos a la realidad no televisiva. Aquí podemos incluir eso que nosotros hemos llamado intimity-show y que los productores llaman "telerrealidad": se coge a sujetos de carne y hueso, se les arranca de su circunstancia personal y social concreta y se los inserta en una narración preconcebida cuyo contexto es tan variado como la supervivencia en una isla desierta, la seducción sexual, la adquisición de una vivienda o la simple exhibición de la propia privacidad. No negaré que tras todo este montaje hay un cierto aliento creativo superior, algo así como una vocación de construir realidades nuevas. Lo que pasa es que, desde mi punto de vista, se trata de un aliento creativo perverso, maligno, algo así como la mano siniestra del Doctor Mabuse que, en las películas de Fritz Lang, manipula a unos individuos que, para esa mente enferma, son ya sus criaturas. El intimity, la "telerrealidad", no carece de elementos que es posible interpretar como arte: la construcción –previa o sobrevenida- de un relato, la selección de un dramatis personae a partir de seres reales y no ficticios, la administración de emociones en el espectador, también el proceso selectivo de las imágenes sobre cada avatar narrativo… Pero, desde una perspectiva propiamente estética, estos elementos artísticos no difieren de los que podemos hallar en las películas pornográficas, donde también hay una técnica narrativa visual puesta al servicio de una exhibición directa del objeto, al servicio de un proceso de exposición en el que deliberadamente se ha procedido, como primer paso, a demoler aquel aura que antes caracterizaba al objeto artístico.
El único género en el que la televisión no es sólo un instrumento, sino que puede considerarse como una disciplina artística propiamente dicha, es el género de la narración audiovisual, la ficción, las series. Este género es perfectamente comparable a lo que la narrativa representa dentro del mundo literario. Como en la narrativa literaria, también en la narrativa televisual hay obras de fuste y obras menores, piezas memorables y otras que caen rápidamente en el olvido. Desde el culebrón de tercera clase hasta la gran telenovela sentimental, desde la serie menor de carácter cómico o simplemente grotesco hasta el gran relato coral, hay una amplia escala que da testimonio de cómo la televisión puede convertirse en un arte específico. Apartemos, por las razones antes descritas, a los telefilmes: éstos no son tanto televisión como cine, y la organización de sus secuencias narrativas está cortada por el patrón cinematográfico: una historia cerrada, autónoma, con principio y final en un solo bloque. El patrón televisual es distinto: la historia se prolonga varias semanas (trece o veintiséis), cabe reconstruir el argumento sobre la marcha, el relato debe adaptar su ritmo a las pausas publicitarias y, además, el creador está obligado a tratar cada capítulo al mismo tiempo como parte y como todo. La teleserie asume de entrada todas esas exigencias, y con ello adopta un lenguaje propio, específico. Pues bien, yo estoy convencido de que es posible hacer brotar arte de ese lenguaje.
La teleserie como arte televisivo.
Fíjense ustedes en todo lo que hace falta para poner en marcha una serie de televisión. Primero hace falta una idea, es decir, qué se quiere contar. Después se requiere poner esa idea por escrito, esto es, un relato. Además hay que adaptar el relato al ritmo televisivo, o sea, no sólo a su interpretación por actores, sino también al sistema de pausas y reanudaciones que la televisión impone. El relato, evidentemente, ha de ser interpretado, para lo cual hacen falta actores. Estos actores no funcionan solos, sino que necesitan un director, el cual no sólo ha de velar por la buena puesta en escena de la historia, sino que también debe guiar el trabajo de los intérpretes. Todo el conjunto debe desarrollarse en el interior de espacios determinados, espacios que normalmente son mucho más reducidos que los del cine, no sólo por razón de su extensión cuantitativa, sino también por motivos presupuestarios, y que sin embargo deben ser lo suficientemente elocuentes para impresionar al espectador. También hace falta una música: aquí no cabe una banda sonora al estilo de la pantalla grande, sino que la música cumple una función de reclamo, de atractivo, también de seña de identidad, y por eso la apuesta fundamental es la música de apertura de la serie, la que sirve de fondo al enunciado del título y de los intérpretes, porque en esos dos minutos debe comunicar al espectador la conveniencia de que permanezca delante de la pantalla. Concurren también otras artes que no tienen por qué ser menores: el grafismo de los rótulos, el montaje de secuencias visuales en un estilo hermanado con el de la publicidad, a base de impactos breves y directos… Pues bien: todo eso, y algunas otras cosas más, tiene que concurrir en la elaboración de una teleserie. ¿Hay o no hay razones para pensar que la televisión puede ser un arte?
Naturalmente, esto es el paisaje general. Después, cada cual pintará las cosas con colores de distinto valor. Habrá series que nos parecerán excelentes por el trabajo de sus intérpretes, aunque su historia sea de una insoportable trivialidad. Habrá otras que merecerán la mejor calificación por su ritmo narrativo, aunque su escenografía renquee. Otras, en fin, aportarán una puesta en escena de gran lujo para camuflar un argumento insustancial.
Como en toda disciplina artística, habrá creaciones estimables y habrá otras desdeñables. Esto, como es sabido, no depende tanto del género que se trabaje como del trabajo en sí mismo y del talento de quien lo ejecuta. Y el talento es el menos igualitario de los dones de Dios.
Sentado esto, supongo que todos podremos estar de acuerdo en que una buena serie para televisión es una obra de arte, con los mismos títulos con que puede serlo una buena película para la pantalla grande. Si ustedes me fuerzan, una buena serie es más arte que una mala película: en cualquier episodio de CSI o de 24 – o de Hospital central, por poner un ejemplo español- hay más arte que en Torrente, el brazo tonto de la ley. Y sin embargo, ¿por qué nos resulta, por lo general, tan difícil reconocer el carácter artístico de las producciones para televisión? Porque hay que decir que esto es así: cuando uno dice "arte", lo que se le viene a la cabeza es Leonardo, Velázquez o Bernini, no Bruckheimer o Mercero. ¿A qué se debe esto? ¿A qué se debe que los productos para televisión nos parezcan, en el mejor de los casos, un arte de usar y tirar, que puede sorprender o incluso emocionar una semana, pero que son rápidamente olvidados a los pocos meses?
Yo creo que esto se debe a buenas razones: para empezar, todos somos testigos de cuán rápidamente evoluciona el formato de la serie televisiva, hasta el punto de que un producto que hace diez años hizo furor, hoy nos resulta vetusto, como aceleradamente envejecido; además, el producto televisivo está sometido a la violenta presión de la competencia ya no diaria, sino minuto a minuto, de manera que no hay posibilidades materiales de dejar que una historia se desarrolle por sí misma; en tercer lugar, la televisión, precisamente por ser el escaparate privilegiado de la sociedad del espectáculo, se rige por leyes de condición extremadamente efímera (el imperio de lo efímero, como decía Lipovetsky hablando de la moda), unas leyes que imponen, ante todo, la permanente renovación de unos productos que son muy rápidamente no sólo consumidos, sino también consumados, de inmediata extinción. Es todo esto lo que hace que, a mi juicio, sea imposible aplicar al producto televisivo aquel carácter de perdurabilidad que por definición hay que atribuir a la obra de arte y que en el cine todavía tenía vigencia. Si ustedes me lo permiten, me gustaría detenerme brevemente en cada uno de esos factores: la rápida evolución de los formatos narrativos, la presión de la competencia extrema y las leyes del "imperio de lo efímero".
Los límites del arte en televisión.
La evolución de los formatos televisivos es un hecho que cualquiera puede constatar en todos los terrenos: en el informativo, en el del entretenimiento y, por supuesto, también en el narrativo. Veamos ejemplos que a todos nos resultarán familiares. En su día, el serial de Ibáñez Serrador Historias para no dormir nos pareció excelente, y ciertamente lo era; pero hoy lo revisitamos y lo primero que advertimos es que eso no parece tanto televisión como teatro puesto en escena. Otra serie de gran relevancia en la historia de la televisión en España fue Crónicas de un pueblo, dirigida por Antonio Mercero; hoy nos resulta pedestre, primaria. Hablando de Mercero –un autor al que yo tengo en gran estima-, citemos otros dos éxitos históricos: Verano azul y Farmacia de guardia; la historia de la televisión en España no puede escribirse sin mencionar estas dos obras, pero hoy nadie se atrevería a programar unas historias así, tanto por la candidez de sus planteamientos argumentales como por la lentitud de su puesta en escena. Estoy citando deliberadamente ejemplos de producciones que sin duda alguna pueden ser consideradas obras de arte –de arte televisivo. Desde el punto de vista técnico, estético y ético, se trata de obras de gran nivel. Sin embargo, apenas han soportado el paso de los años.
La perdurabilidad es una seña de identidad del arte. El paso de los años ennoblece las obras de Chaplin, llena de espiritualidad a las de John Ford e incluso realza al spaghetti-western de Sergio Leone. Por el contrario, ese mismo paso del tiempo aniquila al arte concebido para televisión. Viejas grandes series americanas como Ironside, El fugitivo o Bonanza, hoy nos evocan alguna era geológica anterior.
Se me podrá objetar que estoy proponiendo obras realizadas hace más de veinte años, lo cual inevitablemente tiene que confirmar mi presunción de que los formatos televisivos cambian demasiado deprisa. Pero fijémonos en obras mucho más recientes, obras que supusieron una importante innovación narrativa en la producción para televisión, y veremos que han envejecido a ojos vista.
Por ejemplo, la serie de Chris Carter Expediente X. Las primeras dos, tres temporadas fueron fascinantes y cualquier espectador, incluso los poco proclives a la sugestión de lo paranormal, tenían que reconocer que ahí había una forma nueva de contar las cosas.
Sin embargo, la cuarta y la quinta temporada resultaron ya rutinarias, repetitivas, casi "viejas", y ello a pesar de que el planteamiento general del producto apenas había cambiado. Al final, a Expediente X sólo seguían enganchados, precisamente, los espectadores proclives a la temática paranormal.
Otro ejemplo: la serie Twin Peaks, de David Lynch. Su barroquismo formal y el carácter onírico del relato revolucionaron la narrativa televisual. La revolución duró apenas un par de años.
Otro ejemplo más: las grandes historias policiales de Steven Bochco, Canción triste de Hill Street y Policías de Nueva York. La primera, que fue una revelación, envejeció al tercer año. La segunda nació ya vieja. Bochco probó fortuna después con Murder One. No sólo probó fortuna –y la tuvo-, sino que además empleo recursos narrativos nuevos –nuevos y muy buenos. La primera tanda de episodios fue maravillosa y dejó a la audiencia con la boca abierta. La segunda ya no despertó mayor interés.
Lo más asombroso es que la innovación prosigue, que siempre es posible seguir aportando novedad, y además novedad cualitativamente estimable. Recientemente hemos visto dos productos –uno de ellos, aún en pantalla- que también han supuesto importantes innovaciones estéticas y narrativas en el arte televisivo. Uno de esos productos es la serie CSI, patroneada por Jerry Bruckheimer, que, por su manera de entender la luz y el color, y por su modo aséptico de acercarse a las temáticas más escabrosas, se ha ganado la admiración de público y crítica. El otro producto es la serie 24, de Surnow y Cochran, que apostó por algo tan tremendo como la narración en tiempo real (cada minuto de relato televisivo es un minuto en la historia de los protagonistas) e incorporó además unos extraordinarios efectos de encuadres simultáneos. La serie 24 fue igualmente alabada por la crítica, aunque su recepción por el público resultó más fría. Sin embargo, ahí está la constatación de que es posible seguir innovando.
En España hemos tenido muy pocos ejemplos de audacias innovadoras. Quisiera citar, no obstante, el caso de la serie Policías, de Factoría de Ficción, cuya novedad estribaba sobre todo en un uso muy personal de la cámara y del montaje. Desde mi punto de vista, Policías ha sido uno de los mejores productos de la televisión española en un plano artístico. Pero no hay que olvidar que jamás gozó de un abrumador respaldo del público.
Este pequeño recorrido que acabamos de hacer a través de la producción televisiva reciente tiene una sola finalidad: demostrar con ejemplos por todos (o por casi todos) conocidos que la televisión está sometida a un proceso de innovación narrativa muy rápido; no sólo constante, sino también constantemente acelerado, de manera que los estilos se hacen viejos al día siguiente de haber triunfado. Esa velocidad de vértigo impide al espectador guardar memoria artística (esa memoria con la que recordamos a Balzac, a Dumas o a Galdós) de las historias que la tele le ha contado. En cierto modo, el creador de obras para la televisión ha de aceptar de antemano que su destino va a ser como el de la flor del cerezo: belleza de un día.
He mencionado antes un segundo factor que interfiere en la cualidad artística de los productos para televisión: la presión de la competencia, una presión que ya no se vive semana a semana, ni siquiera día a día, sino minuto a minuto, en la guerra con otro producto de la competencia por captar la mayor parte de un mercado publicitario necesariamente limitado. Hoy, en efecto, una serie de televisión ya no puede considerarse a sí misma como una historia autónoma, sino que su despliegue está relacionado con una franja horaria determinada en la que otros canales emiten otros productos, y en la que ha de comparecer un número determinado de anuncios publicitarios que permitan a la cadena considerar que el producto es rentable. Esa rentabilidad se mide segundo a segundo en función de una variable que se llama cuota de pantalla, ese share que tanto obsesiona a los programadores: el porcentaje de espectadores que en ese momento ve cada canal. En el terreno que nos ocupa, que es el de la creación, esa presión del mercado significa una sola cosa: si una historia no es capaz de mantener el interés sostenido de más del 20 por ciento de la audiencia desde el primer momento, esa historia estará condenada a desaparecer.
Quiero hacer una salvedad importante: aquí no se trata de denunciar al mercado, ni mucho menos de censurar el hecho de que el creador de historias tenga presente al público. Desde el principio de la historia del arte, todo creador quiere, ante todo, comunicar su obra al prójimo; el público es imprescindible en el proceso de la creación. Y parece bastante saludable que uno, al concebir una historia, se pregunte cómo hacerla para ser bien entendido y, si es posible, para ser muy aplaudido. El factor comercial forma parte del mismo proceso: la publicidad acudirá de manera casi inevitable al producto, a la historia que consiga llegar al público.
Ahora bien, en la televisión actual esta lógica se ha llevado hasta unos extremos tan insensatos que han terminado por invertir el proceso: ya no se imagina uno la historia y luego estudia cómo contarla al público, sino que ahora las productoras estudian a qué público han de llegar para recaudar publicidad y, en función de eso, conciben la historia. Asistimos así al nacimiento de historias sectoriales o sectorializadas en las que, venga o no a cuento, tiene que haber un matrimonio joven, un abuelo, unos pocos niños, bastantes adolescentes, ocasionalmente un disminuido y preferiblemente un inmigrante, de manera que el productor o el agente comercial, cuando vaya a un canal, pueda vaticinar que tales o cuales sectores del público van a seguir la historia en cuestión, lo cual es inmediatamente traducido en familias de anuncios comerciales. Por poner un ejemplo paródico, esto es como si Cervantes, antes de escribir Don Quijote, hubiera acudido a ver a un sponsor comercial y le hubiera dicho: "Mire usted, se me ha ocurrido que podríamos hacer una historia situada en La Mancha, para explotar publicitariamente el mercado de los vinos de Valdepeñas, donde apareciera una venta o posada, lo cual interesará a Paradores Nacionales, y que entre los personajes tuviera, además, un canónigo, un bachiller y un barbero, para tocar a las casas comerciales de productos de clerecía, juventud estudiantil y ramo esteticién. Y además podemos sacar a un vizcaíno, para contratarle anuncios al BBVA, y hacer un capítulo en Barcelona, para que nos dé publicidad el Forum de las Culturas". Esto es una perversión completa del proceso creativo.
Y es también una manera como cualquier otra de limitar la creatividad, que desde ahora queda constreñida, mutilada desde su misma concepción, en función de finalidades estrictamente comerciales.
Las víctimas de este planteamiento son aquellos productos que, por mantener un estilo narrativo clásico, de interés progresivo, son incapaces de enganchar un buen porcentaje en su estreno y se ven sacudidos de un lado a otro de la "parrilla" hasta su extinción final. Un ejemplo elocuente es el de la serie El pantano, en Antena 3: un producto quizá no fulgurante, pero sí de muy buen corte, que terminó naufragando como a su título corresponde.
Pero, además, ese fenómeno de la comercialización previa de la creación despliega efectos letales sobre la variedad y riqueza de las narraciones. Porque, con contadas excepciones, termina llevando a que todo el mundo quiera hacer la misma serie. En España tenemos muy buenos ejemplos de ello. Nuestra industria audiovisual, y esto es de justicia reconocerlo, ha experimentado unos progresos asombrosos en materia de series de ficción: hoy en nuestro país se hacen series que se cuentan entre las mejores del mercado internacional y que incluso se exportan, como ocurrió con Médico de familia. Pero la presión de la competencia comercial, esto es, la certidumbre de que todos juegan en el mismo campo, con un sólo balón y en una sóla portería, está conduciendo a que todos apuesten por el mismo corte de producto: una historia costumbrista bajo formato de comedia coral, superpoblada de personajes seleccionados mediante el mismo proceso de "casting" (el de la correspondencia con los sectores de consumo antes mencionados) y donde el relato evoluciona en función de las reacciones del público. Los Serrano, Aquí no hay quien viva, Casi perfectos o Mis adorables vecinos son, ciertamente, historias distintas, pero, en realidad, todos están contando las mismas historias. Y eso ocurre incluso con productos de personalidad temática más acusada, como Siete vidas, o sin personalidad en absoluto, como Ana y los siete.
Yo no responsabilizaría de ello tanto a los creadores como a los productores, es decir, a quienes diseñan la estrategia para que el producto "funcione" comercialmente. Y responsabilizaría también a los programadores de las cadenas, que han demostrado con creces su incapacidad para aguantar en pantalla una historia y esperar a que el espectador se adhiera a ella. Para conseguir que la creación venga avalada por el éxito, se apuesta por el éxito al margen de la creación. El resultado es una creación exitosa, sin duda, desde el punto de vista comercial, pero extremadamente plana (extraplana) desde el punto de vista artístico.
Naturalmente, si todos los creadores juegan a lo mismo, si todas las historias que nos cuentan son, en el fondo, la misma historia, nadie puede seriamente esperar que el espectador conceda a esos relatos la perdurabilidad que caracteriza a la obra de arte. Al contrario, en nuestra televisión la historia se ve, el espectador asiente, la sigue, la adquiere como hábito y, cuando termina, la sustituye por otra que le va a llenar exactamente la misma necesidad –la necesidad, en el fondo, de verse a sí mismo.
No sería justo si eludiera mencionar las excepciones. Hay productos que se atienen a un entorno temático y lo sostienen durante años: El comisario, Hospital central, Cuéntame, por ejemplo. No siempre alcanzan cumbres estéticas razonables, pero hay que reconocerles la voluntad de crear historias autónomas, incluso aunque en lo técnico –y, a veces, en lo artístico- queden por debajo de esos otros productos, las comedias costumbristas de corte coral. En todo caso, creo que el diagnóstico general es evidente para cualquier espectador que siga con ánimo frío las evoluciones de nuestras series: todas se parecen cada vez más; todas se olvidan cada vez más rápido.
En mi enumeración de los límites de la creatividad artística en televisión había citado un tercer elemento: el imperio de lo efímero, es decir, esa dinámica enloquecida que nos lleva a consumir novedad tras novedad hasta extinguirla en un solo movimiento. Quisiera detenerme un poco en ella para cerrar el círculo de mi intervención, porque, en efecto, aquí es donde más gráficamente se percibe que la televisión es hoy, en la mayor parte de los casos, un arte de usar y tirar. Y es que no sólo la televisión sufre este sino: en el cine, la mayor parte de la producción es de usar y tirar; en la literatura, las librerías están llenas de libros de usar y tirar; incluso en las artes plásticas es cada vez más común encontrar piezas concebidas para una exposición concreta que después desaparecen sin deja rastro.
Vivimos en una sociedad que ha hecho del consumo no ya un hábito, no ya una obligación, sino una auténtica patología: el consumo de la novedad es una fiebre que se ha apoderado de prácticamente todos los terrenos, tanto en la producción industrial como en la producción cultural. Hoy la mayor parte de la producción cultural no supera el estatuto efímero de la canción del verano, concebida para sonar un par de meses, llenar faltriqueras y deshacerse después en el aire. Que las creaciones para televisión sufran la misma suerte no es sino de una lógica aplastante: al fin y al cabo, la televisión es el medio de lo efímero por antonomasia. ¿Quién se acuerda de aquel señor que gritaba "Quién me pone la pierna encima"? Sin embargo, llenó horas y horas de emisión.
Estos tres elementos, que yo he examinado separadamente, en realidad están estrechamente relacionados entre sí. El imperio de lo efímero empuja a los públicos a una sed de novedad que sólo se sacia no mediante el consumo, sino, propiamente, mediante la consunción de una obra tras otra. Esto lleva a los creadores a una carrera cabalmente épica en pos de la innovación, que es arte siempre nuevo. Pero lleva también a los productores a instalarse en las posiciones más seguras, aquellas que han demostrado su capacidad para resistir la competencia minuto a minuto, aunque sea a costa de la perpetua reiteración. Y todo esto, en definitiva, es la sociedad del espectáculo. Una sociedad en la que la televisión, en buena medida, queda obligada a ser arte de usar y tirar –y otras muchas veces, a no ser arte en absoluto.
¿Esto es bueno o es malo? Sinceramente, no lo sé. Pero es lo que hay. Y lleva tanto tiempo siendo así, y esta dinámica parece tan instalada en la entraña misma del sistema, que, sinceramente, me veo poco inclinado al lamento. Quizá bastaría con repetir aquellas palabras con las que Arnold Gehlen cierra su impresionante estudio sobre la sociología y la estética de la pintura moderna: "A la postre, no se puede tener todo: veinte kilos anuales de dulces y cosas para mascar, saciedad, confort, despreocupación y espacio para reivindicaciones, libertad y derecho a voto generalizados, vacaciones y una larga vida. Quien después de todo ello reclamase, además, ‘cultura’ sería demasiado humano: ni bueno, ni malo, sino insaciable".
Quizá.
[Deusto, 13 de Mayo de 2004]
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