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Identidad y Comunidad

Como defenderse de la TV

Cómo defenderse de la televisión
Conferencia de José Javier Esparza, Vitoria, 16 de noviembre de 2000


Yo quisiera contarles cómo defenderse, cómo defendernos, de la televisión. Desde luego, hay mucha gente que considera este aparato como una amenaza y otra mucha gente que no. Para la mayoría, es sólo un instrumento de ocio, por lo que nunca hay que temer gran cosa, sólo es un entretenimiento; sin embargo, sobre todo en los últimos 10 años, coincidiendo con la aparición de las cadenas privadas, se oye cada vez más que la televisión tiene la culpa, o por lo menos parte, de casi todo: de la delincuencia infantil, del retroceso de la cultura escrita, de los índices del fracaso escolar, de la pérdida de valores morales ... Todo esto hace que adoptemos una actitud defensiva, qué duda cabe, así que me gustaría contestar a unas cuantas preguntas que pudieran aclarar si la televisión es verdaderamente una amenaza, porqué lo es, si es preciso defenderse de ella y cómo hay que hacerlo.
No me quiero referir a ella sólo como mensaje, es decir, a los contenidos, a lo que habitualmente comentamos los críticos, sino que quiero referirme también a la misma como medio, el aparato en sí, el lenguaje que emplea. Por tanto, podremos ver por qué la televisión es una amenaza tanto en su concepción de medio como en el de mensaje y, simultáneamente, resolveremos cuáles son los mecanismos de defensa ante dicha "amenaza".
Uno de los reproches que se dirige con más frecuencia en contra de este aparato es que atonta. Esto es muy visible en el caso de los niños; se ponen delante de la tele y da la impresión de que rompen todo contacto con el mundo real al meterse dentro de ese mundo ficticio que les ofrece. Pues bien, lo del atontamiento no es sólo una percepción subjetiva o una intuición irracional de padres preocupados, sino que también corresponde a una definición bastante exacta del efecto que la imagen móvil causa en los más pequeños: verdaderamente les atonta.
El porqué es una cuestión que no tiene tanto que ver con el mensaje como con el medio; es decir, no tiene que ver tanto con lo que vemos en la tele como con el propio hecho de estar viendo un aparato que emite señales permanentemente. Podemos resumir el problema del siguiente modo: la televisión hace que nuestro cerebro baje la guardia; la imagen televisada tiende a suprimir las barreras racionales críticas que el individuo suele poner ante cualquier mensaje que recibe del exterior.
Hay muchos estudios sobre el impacto de la imagen móvil en el espectador, y, para la mayor parte de los autores que han hecho estos análisis, todo el problema está en el tipo de imagen ¿Por qué?, porque nuestro cerebro no está biológicamente capacitado, digamos, para desarrollar una resistencia suficiente al impacto de esa imagen en movimiento. Cuando usted escucha una conferencia o admira un cuadro, su cerebro puede trabajar al mismo tiempo; la razón es que la barrera crítica funciona mientras usted hace todas esas cosas, y, así, puede poner en todo momento una resistencia a lo que está viendo, ya sea poniendo en duda lo que el conferenciante le dice, buscando argumentos contrarios automáticamente, mostrando repulsa hacia lo que un artista ha hecho, etc. Sin embargo, nuestro cerebro no está diseñado biológicamente para hacer todo eso; frente a la sucesión de impactos de imagen en movimiento, a nuestra maquinaria racional le cuesta un esfuerzo extra, suplementario, el ser capaz de ponerse al paso de la imagen móvil y discriminar críticamente los impactos que nos envía.

Para entender mejor este proceso, el porqué de no ser capaces de ofrecer esa resistencia, debemos tener en cuenta que el cerebro humano, como todo el mundo sabe, es una complejísima red de neuronas a la que, todavía, estamos muy lejos de definir. Un Nobel decía que el sistema nervioso central humano era, probablemente, la única frontera inalcanzable de la ciencia esto lo digo para advertir de que lo que voy a explicar ahora es una metáfora, no una descripción física exacta del cerebro; explicó que podemos entender nuestro cerebro como una sucesión de esferas que se habían ido acumulando en el curso de la evolución. Tenemos una primera masa cerebral, una primera esfera, que es el paleocortex, elemento que compartimos con los reptiles, por ejemplo, y que es donde anidarían los impulsos más elementales: el frío, el calor, el miedo, la euforia, el sexo ... Sobre esta esfera, se habría superpuesto otra, el cortex, que es la que compartimos con los primates, que nos permite hacer operaciones un poco más "elaboradas" como, por ejemplo, asistir a El Bus, de Antena 3, y otras operaciones de ese género. Por último, está la tercera esfera, la propiamente humana, la neocortex, donde radica nuestra inteligencia, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como objeto, por ejemplo, que es una cosa que sólo nosotros podemos hacer. Todas estas características nos permiten poner una serie de barreras racionales a todo mensaje exterior y discriminar datos de eso que estamos recibiendo.
Se dice que la imagen televisada debe su fuerza, exactamente, a que es capaz de saltarse esa barrera que pone el neocortex. La sucesión de impactos visuales a toda velocidad "perfora", por así decir, esta esfera; el raciocinio se salta las barreras y actúa directamente sobre el paleocortex, sobre el fondo instintivo, nos "masajea" los instintos. Los mensajes que la televisión nos envía no activan un diálogo lógico con el medio, sino una reacción primaria; no despiertan un comportamiento racional, sino un comportamiento instintivo y afectivo; no son propiamente mensajes, sino lo que otro gran teórico de la comunicación llamaba "masajes". Así pues, la televisión no es un mensaje: es un masaje.
Ésta es la razón por la cual los mensajes subliminales (Sublime significa por debajo de la frontera) abundan especialmente en este medio. Ya saben que consisten en deslizar impresiones de modo tal que el cerebro no sea capaz de filtrarlas y racionalizarlas aunque sí nos hayan impresionado. Nuestro consciente recibe un mensaje como, por ejemplo, "tengo hambre", o "me apetece esta tarta", o "me apetece esta mujer", y, antes de pasar por él, el cerebro sabe que lo ha recibido aunque ustedes mismos no se enteren de haberlo "procesado". En las facultades de Ciencias de la Información se estudiaba por lo menos cuando yo era estudiante; no sé qué se hará ahora el caso de la película El exorcista, donde el director, para aumentar la impresión de miedo en el espectador, había incluido ciertos fotogramas invisibles y ciertos sonidos inaudibles que sí actúan, en cambio, sobre el fondo instintivo del cerebro y acentúan esa sensación de pavor.

Concretamente, se trataba de una calavera en descomposición o una imagen bastante poco grata, incluida como fotograma imperceptible dentro de la cinta y, dentro de la banda sonora, del zumbido de una colmena de abejas furiosas. Dichas impresiones no pueden ser distinguidas conscientemente por el espectador, pero están ahí mezcladas, dentro de lo que el espectador recibe sin saberlo, para aumentar el efecto de miedo que el director quería lograr.

La palabra 'subliminal', aunque creo que sería más correcto decir ´subliminar', se ha rodeado, ciertamente, de una especie de fama fúnebre, como si fuera una especie de magia negra, pero tampoco es para tanto. Hay muchos tipos de comunicación subliminal; por ejemplo, cuando un escritor se vale de su dominio de la sintaxis para crear una atmósfera de sensualidad repitiendo ciertas estructuras gramaticales 'Marcell Proust lo hace muchísimo', eso es un mensaje subliminal que opera perfectamente en el lector. Otro caso muy evidente es el de la fotografía publicitaria: se quedarían ustedes estupefactos si supieran la cantidad de siluetas femeninas que aparecen camufladas en los anuncios de whisky o de automóviles, que son productos que el mercado considera como esencialmente masculinos. La diferencia es que, en una página de un libro o en una fotografía, el elemento subliminal, aunque, de entrada, no lo veamos, podemos llegar a verlo si nos detenemos a estudiarlo. Esto no ocurre con el mensaje en un soporte audiovisual; es un ejercicio prácticamente imposible para un espectador convencional: hay que sacar la cinta y mirar fotograma a fotograma para ver lo que hay allí. Por eso es el que goza de peor fama, aun injustificadamente, porque la trampa es total, porque aquí el "crimen" es perfecto.
A propósito de los subliminales, quiero recordar dos experiencias que me parecen muy significativas: la primera vez que se usaron fotogramas subliminales con la imagen de una apetitosa tarta insertados en una película cómica fue en los Estados Unidos. El resultado fue un éxito porque, en el intermedio de la película, la gente en masa consumió dicho dulce en el bar del cine en cuestión. La segunda gran experiencia guarda relación con uno de los episodios menos conocidos de la Segunda Guerra Mundial. Rusbelt quería organizar una guerra contra los japoneses por el dominio del Pacífico y no sabía muy bien cómo hacerlo; sobre todo, era muy difícil movilizar a la opinión norteamericana. Entonces, entre las iniciativas adoptadas para preparar a la opinión en torno a dicho objetivo, se elaboró un documental lleno de mensajes subliminales antinipones que fue exhibido, por primera vez, ante los soldados de un cuartel en Arkansas. Imagínense ustedes; fue un éxito total: los soldados salieron del cine llenos de ardor guerrero contra los japoneses.
Todas estas cosas son conocidas, se han publicado hace muchos años y se siguen publicando, si bien es cierto que la industria de la comunicación, por lo general, tiende a dejar de lado estas experiencias porque forman parte de su leyenda negra. Esto de los subliminales lo he contado porque es, quizás, la manifestación más palpable de cómo la imagen actúa en nosotros sin que lo sepamos. Es la capacidad de acción de la imagen en movimiento, sea en el cine o en la televisión, lo que supera la capacidad crítica del espectador; la resistencia racional del sujeto se fractura, se abre, por así decirlo, y la imagen nos llega a nuestros instintos para estimularlos a placer 'a placer del estimulador, no necesariamente del nuestro'.
¿Qué ocurre cuando nos exponemos a una catarata de mensajes que llega directamente a nuestro inconsciente, a nuestros instintos, sin pasar por el filtro de la conciencia o consciencia? Tampoco hay que dramatizar porque, en general, la mayor parte de los seres humanos adultos son capaces de sobreponerse al bombardeo. Uno enseguida puede empezar a calar qué es lo que le está pasando ante una película; aunque quizás no lo sepa de entrada, puede percibir, por ejemplo, que algo le repugna; aunque no sepa exactamente el porqué, hay un instinto estimulado pero también un "contrainstinto" que actúa. Eso sí, esto pasa en los adultos porque los adultos tienen plena madurez racional; en los niños no ocurre lo mismo: sus barreras racionales, críticas, son muy endebles, muy frágiles, y para ellos no resulta tan fácil racionalizar ese "contrainstinto" si me permiten ustedes la jerga ante el mensaje de estímulo que hemos recibido.
En California, se experimentó el impacto de la televisión en los niños: se sentó a varios niños ante la pantalla y se les colocó unos electrodos en el cerebro (esto debió de ser entre los años 50 y mucho 60 y pocos). Aquellos sensores que tenían los pobres niños en el cráneo servían para medir la actividad neuronal mientras veían la televisión, y el resultado fue muy curioso: los niños, a partir de un periodo de una media hora, aproximadamente, empezaban a emitir unas ondas (creo que las ondas se llamaban Alfa; no lo sé porque estoy citando de memoria) que son exactamente las mismas que los adultos emiten cuando hacen yoga, es decir, cuando están en un estado de relajación total ¿Que significa esto? Que los niños, por el contrario, en un estado en el que los adultos se relajan completamente, bajan completamente su guardia ante una cosa que están viendo en la tele. Entran en un estado de receptividad absoluta; todo les entra y todo se queda grabado en su cerebro. Hablando en plata: los niños se tragan los mensajes de la tele con una voracidad mucho mayor que la de los adultos, y, por lo mismo, el efecto de la tele en ellos es mucho más intenso.
Esta constatación hay que tenerla en cuenta cuando recibimos noticias sobre ciertos comportamientos infantiles realmente patológicos y aparentemente provocados, desencadenados o sugeridos por la televisión. Todos hemos leído, en los últimos años, sucesos horripilantes que hablan de mocosos de 6 años convertidos en asesinos o de niños que se tiran por la ventana para imitar a Superman. Es verdad que estos sucesos, por fortuna, son escasos, pero el mero hecho de que existan ya es un signo preocupante. Los casos de violencia infantil inspirados por la televisión son la manifestación patológica de un fenómeno psicológico; ese fenómeno es el poderoso impulso emulador que despierta la televisión en las mentes infantiles. El niño tiende a imitar lo que ve en el mundo real, y, en el caso de la televisión, esta imitación presenta una particularidad: esa realidad es mentira. No es una realidad viva; es virtual, es una ficción. Por seguir con el ejemplo de la violencia (insisto en que es extrema, minoritaria, tal vez marginal, como toda patología, pero no deja de ser un síntoma), lo que nos transmite la televisión es una falsa violencia.

Es frecuente que un niño actual haya visto muchos más asesinatos que cualquier niño en cualquier otra época de la Historia; no obstante, desde mi punto de vista, esto no es tan preocupante como que toda esa violencia que hoy ve el niño, que hoy está a su alcance, sea una violencia falsa, privada de su carga de dolor, de sus manifestaciones físicas y anímicas. Imaginemos a un niño español de la época de la Guerra de la Independencia, por ejemplo, o, si quieren ustedes, a un niño actual de Palestina. Este niño ve horribles crímenes, vive en un clima de violencia permanente, pero esos crímenes y esas muertes que está viendo son de verdad; los cadáveres huelen, la gente llora de dolor, los golpes duelen, el bien y el mal se perciben con bastante nitidez y, desde luego, como nociones brutales, todas estas muestras van acompañadas de fenómenos físicos primarios, directos, que erizan la piel, que crispan los sentidos. En cambio, las infinitas muertes violentas que vemos en la televisión a todas horas no tienen realidad física; los cadáveres de las películas no huelen, la sangre no impresiona, a los oídos no llega el llanto del dolor. Toda esta violencia televisiva es de mentira, pero, al no existir otro tipo real y al no estar acompañada de las manifestaciones físicas primarias, el niño puede terminar recibiendo una imagen trivial, banal, del acto violento. En fin, como no quiero amargarles la vida, dejamos parado este tema de momento.
Me interesa decir, sobre todo, que la realidad que la televisión transmite es incompleta. Y podemos imaginar el resultado que obtendrá quien trate de comportarse en la realidad según los patrones de lo que ve en la tele; parece bastante probable que aquí estén algunas de las razones de ciertos casos inexplicables de violencia juvenil.
Por decirlo en términos más clásicos, estaríamos ante un ejemplo de inversión de las categorías del conocimiento. Ya saben ustedes aquello de Aristóteles sobre la forma y la materia: toda cosa tiene su forma y tiene su materia; este micrófono tiene la forma que ustedes ven y la materia es lo que hay dentro. Pinillos, psicólogo, a propósito de esto, dice que la televisión hace magia porque nos enseña las cosas sin su materia. Así pues, estamos viendo espectros, de tal forma que las categorías del conocimiento normales, naturales, se alteran por completo. Alguien que ve forma sin materia, alguien que ve fantasmas, tiene que pensar, forzosamente, que su mente no va bien; aquí es donde está el carácter psicopatológico del problema de la tele: cuando la realidad televisiva se toma por realidad viva, estamos ante una disfunción psíquica, y eso es exactamente lo que pasa cuando un niño con problemas de entendimiento actúa en la vida real como si se hallara inmerso en ese mundo de forma sin materia de la televisión. Todo este análisis, como ustedes verán, se puede aplicar también a la realidad virtual; no voy a entrar en este tema (nos iríamos lejísimos), pero queda dicho: la técnica nos está enseñando a imaginar realidades ficticias, es decir, una pura contradicción, ya que una realidad ficticia o no es realidad o no es ficticia. No puede ser las dos cosas a la vez, pero en ésas estamos. Eso es lo que no da la televisión y, ante ello, hay que estar, por lo menos, vigilantes.
Vamos a recapitular un poquito: tenemos impulsos que llegan a los instintos saltándose la barrera racional, tenemos la suspensión del juicio crítico, tenemos la eventual exposición a impresiones subliminales, tenemos la especial capacidad de acción frente a las mentes infantiles, tenemos la confusión de las esferas de la realidad ... Todo eso lo puede hacer la televisión considerada sólo como medio, como aparato técnico, al margen de lo que nos cuente, al margen de sus mensajes ¿Hay o no hay razones para considerarla una amenaza? Bueno, yo creo que la amenaza no es grave, pero haberla la hay (como dicen los gallegos). Y digo que no es grave porque el espectador, en último término, siempre puede parapetarse detrás de su juicio crítico, detrás de su razón, de su voluntad. Un ejemplo muy concreto de esto que señalo son todas las personas que han estudiado a fondo el efecto de la televisión en los niños; aconsejan vivamente que nunca se deje a un niño solo frente al televisor, que se esté junto a él. Y no sólo eso, sino también que se le lleve a dialogar continuamente sobre lo que está viendo en la pantalla; es decir, no es tanto el quitarle a un niño tal contenido (ésa es otra cuestión) como el estar con él salga lo que salga en la pantalla ¿Por qué?, porque, estimulando el diálogo, el niño activará sus barreras racionales. No va a caer en el estado ése de las ondas Alfa que decía anteriormente ni tampoco en el de excesiva receptividad hacia todo lo que le entra; además, va a poner, continuamente, un discurso propio al discurso de la televisión, estableciendo una dialéctica frente al mensaje televisado, frente al aparato. Por supuesto, lo mismo se le puede aconsejar al espectador adulto, lo que pasa es que éste, por lo general, lo hace de forma autónoma. Al niño, qué duda cabe, hay que ayudarle; necesita un estímulo exterior para tratar de racionalizar lo que aparece en pantalla, es el mejor modo de evitar que la imagen televisada le gane la partida a nuestra razón.
Y, en efecto, racionalizar lo que aparece en pantalla no siempre es fácil. Con frecuencia, los mensajes televisivos son tan simples, tan soeces, tan molestos o tan bobos que nos resistimos a racionalizarlos y optamos por despotricar contra el mundo entero. Por ejemplo, es difícil racionalizar a Tamara y a Paco Porras (ahora que están de moda); éste es otro problema con el que entramos en el concepto de televisión como mensaje, que, dicho sea de paso, es en el que más inciden críticos de televisión y espectadores y el único que interesa a los programadores. En materia de mensajes, de contenidos, es muy fácil probar que la televisión es una amenaza; no hay más que ponerla, no hay más que leer la correspondencia del público televidente o, más fácil aún, pegar el oído a cualquier tertulia de barra de bar al día siguiente de que un programa de televisión de gran audiencia haya irritado la sensibilidad de grandes mayorías; irritación, conste, que no es óbice para que esas mismas mayorías hayan engrasado la audiencia del programa en cuestión, cosa muy divertida que nos pasa a los críticos. La cantidad de cartas que recibimos de gente diciendo ¡este programa es infumable, yo lo veo todos los días y me parece muy mal! Si a usted le parece muy mal, no lo vea más, no lo vea todos los días.
Que hay programas nocivos desde el punto de vista de la ética social o de la estética es indudable, pero también es indudable que esos mismos programas suelen ser, con mucha frecuencia, los más vistos, los más exitosos, los que más dinero ganan y, por esa razón, los que más tiempo están en pantalla. Indudablemente, no todos los programas de éxito son malos, hay muchos programas que cosechan excelentes cifras de audiencia y que muestran un perfil ético y estético muy aceptable, pero el hecho es que los programadores, cuando se proponen conquistar grandes audiencias, tienden a crear productos que deliberadamente rebajan, y de forma ostensible, este umbral artístico-moral de la programación. En las actuales circunstancias de nuestra televisión tanto pública como privada, es absolutamente inevitable que esto sea así ¿Por qué?, porque así funciona la comunicación de masas, y la comunicación de masas es la televisión.
Para explicar esto que acabo de decir, me van a permitir ustedes una breve indicación que a lo mejor llega a parecerles un poco enojosa pero que, como luego veremos, nos va a dar la clave del funcionamiento de la tele, la razón de que sea como es y no de otro modo (al menos, dentro de un régimen de mercado, de competencia abierta). Los niveles de exigencia ética y estética del espectador, por lo general, tienen mucho que ver con la formación cultural del ciudadano; cuanto más completa es la formación de uno, más calidad exige, y, al contrario, cuanta menos formación, mayores tragaderas. Esto es así de toda la vida, y, por eso, siempre se ha considerado que la educación, la formación, la instrucción, son cosas buenas en sí pero no es un bien equitativamente repartido: los hay que tienen mucha, los hay que no tienen ninguna.
También es normal que los cultos sean pocos y los incultos sean muchos. Si miramos un grupo social cualquiera desde el punto de vista de su nivel cultural, por ejemplo, y luego tratamos de reproducir los resultados en un gráfico les invito a que lo reproduzcan mentalmente, lo más probable es que obtengamos una figura en forma de pirámide: en la cúspide, hallaremos una minoría llamada ´culta, que es la capaz de comprender los argumentos más complejos, las piezas musicales más perfectas, los cuadros más audaces, los libros más ricos ...; en el centro, una ancha franja de ciudadanos de formación ascendente, que, seguramente, es la gente más interesante de cualquier sociedad, ya que suelen ser personas culturalmente competentes con ganas de aumentar esa formación y de participar ó no en vano, es la gente que suele constituir el grueso de los lectores de periódicos, libros, etc, y, en la base de la pirámide, vamos a tener una gran mayoría menos culta, menos formada, incapaz de entender un matiz en un cuento de Borges, por ejemplo, pero dispuesta a devorar con rapidez un culebrón.
En el siglo pasado, cuando aparecieron los primeros medios de comunicación escritos, los periódicos, se partía del principio de que el objetivo de la comunicación era hacer llegar a la base las ideas de la cúspide (conviene recordar que la comunicación de masas nace y asciende al mismo tiempo que las reivindicaciones democráticas). Ellos jugaron un papel esencial en la transmisión de dichas ideas, bien para acelerar el proceso democratizador, bien para retardarlo. En todo caso, y como ya he adelantado, se trataba de elevar la base de la pirámide para hacerla participar en las ideas de las minorías creadoras, tanto en materia política como estética o económica. Sin embargo, esta filosofía vertical de la comunicación, cambio de sentido cuando el objetivo no fue ya propagar una ideología sino hacer negocio; a partir de ese momento, la comunicación empezó a hacerse horizontal y afrontó, como primer objetivo, el llegar a mucha gente (y no digo "convencer" sino "llegar"). El caso de la prensa amarilla norteamericana, a finales del siglo pasado, fue, quizás, el más notorio; su finalidad era únicamente vender, cuestión por la que se organizó incluso una guerra como la del 98.
En líneas generales, hoy día, la prensa escrita, sobre todo en Europa y de manera muy particular en España, Francia e Italia, ha compaginado el sentido horizontal con el vertical; es decir, se ha sumergido en la lógica comercial de vender sus productos, por supuesto, pero ha conservado el objetivo ilustrado de formar y de informar. Esto, al final, es elevar la base de la pirámide hacia arriba. No obstante, los medios audiovisuales, tal vez por la época en que han nacido o porque lo llevan dentro de sí, tampoco lo sé, han ido caminando, poco a poco, hacia una concepción exclusivamente comercial del trabajo comunicativo, y el comunicador de una cadena de televisión no quiere elevar a nadie, quiere retener, punto.
En la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, como en las de toda España, me parece a mí, nos decían, cuando yo estudiaba, que un periodista tiene que informar, formar y entretener; bueno, pues eso se acabó: en la televisión, todavía hay quien informa, pero son espacios confinados a una franja horaria muy concreta. Actualmente, lo que interesa es entretener y punto ¿Cuál es la forma de conseguir que ese entretenimiento sea rentable, que llegue a la mayor cantidad de gente posible y dónde está la mayor cantidad de esta gente?: en la base de la pirámide. Hay que dirigir la comunicación a la base de la pirámide si queremos obtener grandes resultados de audiencia, y como nuestro objetivo es entretener, tampoco podemos exigirle a este público grandes esfuerzos; al contrario, hemos de procurar que nuestros mensajes sean lo más simples posible. Así es como los mensajes televisivos han ido convirtiéndose en una especie de baremo de la simpleza, que es lo que hoy tenemos ante nosotros.
Por otra parte, es toda esta lógica la que ha llevado a mucha gente a criticar la cultura de masas de forma muy severa. El objetivo inicial de la cultura de masas es elevar, como ya he dicho, la base de la pirámide, aumentar su formación desde un punto de vista ilustrado, crear ciudadanos capaces de intervenir en la vida pública. Aun así, lo comercial es lo que ha llegado a dicha cultura; inhibe la formación y genera cierta pasividad intelectual, confusión, amnesia colectiva.
Y lo peor es que el problema no tiene solución, o, al menos, no dentro del mercado. Imagine usted que un programador de televisión consciente del problema decide producir programas encaminados a estimular la reflexión del espectador. Esos programas, por su propio objetivo, exigen del espectador un cierto esfuerzo, van a hacerle pensar, pero si, al mismo tiempo, tenemos un espectáculo que nos procura impactos simples y estimulantes, como los paseos de señores en bañador, en otra cadena, la mayoría de los televidentes preferirá esto último, y las casas comerciales, a la vista de los resultados, invertirán toda su publicidad en el programa más visto (el otro, claro está, se quedará a dos velas). El programador puede morir con las botas puestas y con la satisfacción de haber intentado elevar el nivel de compromiso de la sociedad, pero su cadena le pondrá de patitas en la calle porque le paga para ganar dinero, no para salvar su conciencia. Por el contrario, el programador de la competencia, el de los desfiles en bañador, deleznable desde el punto de vista intelectual y social, se habrá llevado todo el beneficio al emitir mensajes cada vez más simples, además de los grandes parabienes de su empresa, y quizás le fiche otra cadena pagándole todavía más
¿En qué consiste lo simple?: como ya hemos visto, en estimular los instintos y bloquear la barrera racional del espectador. Lo que me interesa subrayar es que el programador no tiene otra opción desde el punto de vista del negocio, desde el punto de vista de la rentabilidad; se encuentra atenazado, por así decirlo, entre la naturaleza piramidal de la cultura social y la lógica comercial de su trabajo. Es como un náufrago que, de repente, se encuentra en medio del mar furioso y tiene dos opciones: o hacer un poema a Poseidón o agarrarse al salvavidas para flotar. Y se agarra al salvavidas.
Juan Cueto, que de esto sabe muchísimo, director de Canal Plus en cierta época y que se retiró enseguida, dice algo que me parece que es muy interesante: "el discurso sobre la televisión es una permanente lucha contra la naturaleza de la televisión".
No hay salida ¿Qué pueden hacer las instituciones responsables de la televisión pública o privada para invertir esta corriente, para cambiar las cosas? Por desgracia, solamente pueden hacer una cosa, que es arriesgarse a perder dinero, y eso, en nuestro mundo, es pecado mortal. La amenaza de la televisión, desde el punto de vista de los mensajes, reside en esto que acabamos de explicar, en esa lógica comercial de la cultura de masas; por eso, siempre será mucho más interesante sacar a Paco Porras que sacar al último biólogo que haya seccionado la última parte de un gen.
Para invertir esta lógica, habría que cambiar la sociedad, nada más y nada menos, y nosotros podríamos estar dispuestos a ello; pero la perspectiva cambia un poco cuando uno es consejero delegado de una cadena. No hay que pedir peras al olmo, aunque a uno le den ganas de dar el olmo. Lo que sí podemos hacer es cavar algunas trincheras para defendernos de esa amenaza que es la banalización creciente de los mensajes. En primer lugar, yo creo que hay que llamar a la profesionalidad de los programadores. Un teórico de la comunicación decía que los programadores se han convertido en intermediarios entre el hombre y su entorno.

Crean cultura social y le explican a la gente lo que hay. Por desgracia, no todos los programadores son conscientes de ese papel, y por ello creo que hay que recordárselo sin cesar, tarea que no sólo compete a los críticos sino también a los profesionales de la televisión. A estos hay que indicarles que son comunicadores, no vendedores. Los profesionales de la prensa o de la radio en general, quizás porque ganamos menos, no lo sé, conservamos esa conciencia de la función de nuestro trabajo y nos peleamos, con cierta frecuencia, con nuestros empresarios cuando piden cosas que, profesionalmente, no son aceptables. Sin embargo, todo esto se ha perdido en la televisión; quien manda es el dinero.
Yo creo que es importante que quienes hacen materialmente la televisión recobren su conciencia profesional. Para eso, han de empezar a comportarse como profesionales y no como simples subordinados de los estrategas económicos y financieros de los canales. La prensa escrita es buen ejemplo de cómo estos intereses, junto con las vocaciones profesionales, pueden caminar juntos ¿Por qué en la televisión no habría de ser posible una convivencia semejante?
Por otro lado, a mi parecer, el público también debería tener algo que decir. Hasta el momento, las asociaciones de espectadores han jugado un papel muy limitado ¿A qué se debe?, pues a que son tres gatos. No hay afiliación. Algunas de ellas han acometido iniciativas muy ruidosas, como aquella huelga de mandos caídos que no sirvió para gran cosa (de más ha servido otro género de iniciativas como, por ejemplo, el boicot a determinadas marcas comerciales o a determinados productos anunciados con publicidad engañosa). En todo caso, es un fenómeno muy marginal. Creo que es recomendable estimular la participación en estas asociaciones, pero sería ingenuo pretender que todo el mundo se fíe de ellas. Las asociaciones pueden y deben contar en las decisiones sobre la televisión, aunque nunca deben salir de su situación más o menos secundaria. Es mucho más importante, desde mi punto de vista, apelar a la responsabilidad del público en sí, de los ciudadanos, de la persona singular. Las cadenas son muy sensibles, muchísimo más de lo que parece; a una carta de un espectador, por ejemplo.
La resistencia, si me permiten utilizar la palabra, tiene que empezar en el propio ambiente familiar; hay que acostumbrarse a ser un ciudadano activo ante el televisor. Yo ya sé que esto es poco viable, y, cuando uno llega a casa, por lo general, lo último que quiere es empezar una guerra nueva, porque bastantes guerras nos da la vida cotidiana. Lo más común es sentarse ante la tele con el único objetivo de pasar un rato, dejar volar la mente, buscar un refugio; para eso está. Las cadenas lo saben, faltaría más, y abusan de eso, pero, sinceramente, no se me ocurre otra manera para que uno pueda seguir siendo ciudadano también ante la caja de luz.
Creo que hay que aprender a dialogar con la pantalla, combatirla cuando es preciso y, por supuesto, esgrimir siempre ese arma infalible que es el mando a distancia. Un gran politólogo, para definir al soberano, decía que éste es quien decide el estado de excepción. En casa, de puertas adentro y ante la tele, soberano es quien decide sobre el uso del mando a distancia. Esta soberanía en zapatillas me parece que es irremediable; tal y como están las cosas, hemos de aprender a decidir qué entra en nuestra casa y qué no. El dedo es y seguirá siendo nuestra principal fortaleza para defendernos de la televisión.

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